"La búsqueda de la sustancia es una manera de rebelión"

José Ramón Ripoll. Escritor

El autor enfrenta a un hombre con la raíz de su existencia en 'Piedra rota', un poemario atravesado por "una desolación esperanzada".

Braulio Ortiz

09 de julio 2013 - 18:39

Defiende José Ramón Ripoll que el único viaje posible de un poeta es hacia la hondura. Piedra rota (Tusquets) es la última conquista de un autor de oído privilegiado, capaz de componer una música conmovedora con sus versos, pero también de percibir los mensajes cifrados que la naturaleza, la vida, susurran a quienes estén dispuestos a enfrentarse a la verdad callada de las cosas y descubrirse de paso a sí mismos. Un poemario que el escritor presentará en Jerez el próximo jueves (a las 20:30, en el Jardín de La Luna Nueva, en la calle Barja del Barrio de San Miguel), en un acto en el que estará acompañado por Jesús Fernández Palacios y Juan José Téllez.

-Piedra rota es la historia del reconocimiento de un hombre con algo tan puro y sencillo como una piedra abandonada: "Sólo un guijarro entre las manos asevera quién soy", se dice el paseante.

-Todo el libro es producto de una experiencia sencilla y cotidiana: un hombre que camina por la playa y estrecha entre su mano una piedra rota que ha encontrado azarosamente en la orilla. La piedra ha sido arrancada de la roca por la erosión del mar, del mismo modo que el paseante ha sido desgajado de todo cuanto le cubre y pertenece. La piedra es como un espejo, pues en su interior se oculta la esencia de quien la contempla. Ella es revelación, pero sólo a medias, ya que muestra una parte de ese ser desnudo dispuesto a descubrirse a sí mismo, mas luego esa misma piedra se aleja, desaparece, se esconde bajo la arena e invita al caminante a seguir solo, enfrentarse al vacío, y a la luz de la nada, difuminándose en el paisaje e inventando una nueva lengua para hablar, no ya con la piedra, sino con la raíz de su existencia.

-El protagonista es un hombre frente a la trascendencia. Usted parece prolongar su concepción de la poesía como diálogo con lo sagrado, "un viaje hacia lo hondo".

-He intentado distanciarme del protagonista, pero en el fondo ese personaje y su travesía surgen de mis largos paseos por la orilla del mar, pero procuro que el paseante hable por sí mismo, sin inmiscuirme demasiado en sus emociones. Sin embargo, qué duda cabe de que el planteamiento del libro establece un enfrentamiento con la realidad que me permite acercarme personalmente a su naturaleza global, más allá de las apariencias, o de aquello que nos dicen que es real. Y aquí choco frontalmente con la superficie posmoderna. El único viaje posible es hacia lo hondo, y todo lo demás son dispersiones, trampas tendidas desde el poder y el sistema. La búsqueda de la sustancia es una forma de rebelión, porque es la unión con el otro o con la sustancia del otro que, al fin y al cabo, forman un cuerpo único. Mientras tratan de separarnos por medio de un lenguaje chato, que solo nos permite encontrarnos viendo televisión o en los estadios de fútbol, la poesía nos une y en esa unidad nos hace más libres e independientes. Más que diálogo con lo sagrado, yo hablaría de convivencia con lo profundo, con las zonas inhabitadas de nuestro ser a las que nos tienen prohibida la entrada porque saben que una vez descubiertas seremos diferentes.

-El tiempo ha dejado sus huellas en la piedra, pero da la impresión de que ha moldeado también su obra. Hay una sensación de que el protagonista se acerca al final del viaje ("Todo en tu centro se equipara a la muerte"), de íntima derrota ("cuanto ya ha sido y no ha podido ser"). ¿En qué medida los años han enriquecido su mirada?

-Hay nostalgia por lo perdido, pero también por aquello que no ha sido, y quizás, en ese viaje perpetuo y circular hacia el centro de la piedra, podría ser por primera vez. El paso del tiempo ha sido una constante en la poesía y, entre los poetas actuales más aún. Intuyo, sin embargo, que el tiempo es circular. Podemos recorrerlo sin volver la mirada, sin quejarnos, porque en el fondo es una convención. Hay un poema que precisamente se llama como el libro, Piedra rota, que dice: "Tiempo sin devenir, / sin pasado ni hoy. / Tiempo sin tiempo, / tiempo sin espacio. /Sólo un punto inasible en el vacío…" Ahora, si nos referimos al tiempo acumulativo, sí que me ha moldeado a mí.

-Sin embargo, el libro desprende esperanza, hay una extraña aceptación de las cosas ("la quietud infinita de ser materia alada / y no querer volar"), y la piedra encierra la oscuridad, pero también la luz: "Eres opaca y sin embargo / de tu profunda cicatriz / surge un destello".

-La parte final del poemario es la más desoladora, cuando el caminante se queda solo, sin rumbo, atrapado en un paisaje neblinoso del que él ya es parte, escritura, oleaje, pensamiento sin nombre y sin palabras. Pero hay un resquicio esperanzador. Hablo siempre de condición humana, no de divinidades. En medio de esa soledad, el hombre ya sabe un poco más de sí mismo y de sus correspondencias con cuanto le rodea. Su personalidad se disuelve como una estatua de sal, pero quizás su esencia permanece en la noche, en el vacío. Podríamos entonces hablar de una desolación esperanzada.

-En Piedra rota el hombre deja atrás una identidad borrosa, se habla de "la clemencia de la disolución". ¿En la vida, como en su poesía, la armonía se encuentra en el despojamiento?

-A veces confundimos identidad con ser, personalidad con esencia, y hasta las religiones oficiales, incluida la posmodernidad, han fomentado esa confusión. Es fácil manejar a un hombre con miedo a perder sus atributos. Deseamos acumular para permanecer o, al menos, para resucitar entre los muertos, como decía Unamuno, con barba y siendo catedrático de la Universidad de Salamanca. El despojamiento o abandono conlleva al menos una parte aproximativa a aquello que entendemos por felicidad. Lo aprendí de Schopenhauer y luego lo intuí en ciertas prácticas espirituales no sometidas a la jerarquía, orientales o no, pero del dicho al hecho hay un abismo.

-En este poemario hay citas de amigos a los que usted admira (Carlos Edmundo de Ory, Caballero Bonald), de maestros como T.S. Eliot u Octavio Paz. Aparte de estas referencias, ¿qué deudas reconoce en su lírica?

-He querido rendir tributo a mis maestros, no porque sí, sino porque ellos me han dado la clave para escribir este libro, cuyo título nace de una cita de Los hombres huecos, de Eliot: "Alzad plegarias a la piedra rota". Ory dice: "Vino una piedra ayer a visitarme…"; Caballero Bonald sentencia nada menos: "Tu alma es esta piedra", y Octavio Paz, al que le debo tanto, introduce en una paradoja y susurra: "Lo que no es piedra es luz". Además, por todo el libro planea el Juan Ramón de Espacio y la luminosa oscuridad de Paul Celan, por mucho que algunos poetas imperseverantes de la llamada línea clara la desprecien.

-Tanto los críticos que analizan su obra como usted señalan la importancia de la música en sus versos, un campo al que además ha dedicado ensayos. Ese ritmo, ¿es algo que surge de manera natural o algo que trabaja con esfuerzo?

-Aunque parezca pedante, yo llegué a la poesía a través de la música. Cuando de adolescente escuchaba los lieder de Schubert, Schumann o Wolf, me preguntaba siempre qué querían decir esas palabras. Nunca estudié alemán, pero me hice con traducciones de Goethe, Novalis o Heine y ahí empecé a entusiasmarme por esa simbiosis natural de sonido y palabra. No concibo pues, desde entonces, la poesía sin música, y conste que no me refiero a la métrica, sino al interno procedimiento acústico del poema y a su discurso sonoro. Para mí es una forma natural de concebir el verso. En este libro tal discurso fluye a partir de una idea o motivo principal que se expone como Preludio wagneriano al principio del libro. O mejor, como "idea fija", a la manera de Berlioz. Por eso los títulos de los poemas aparecen entre paréntesis y en cursiva, ya que no son epígrafes definitorios, sino meras indicaciones dinámicas. Podría leerse todo como un único poema.

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