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La cultura silenciada
Cómo aprendí a leer. Agnès Desarthe. Trad. Laura Salas Rodríguez. Periférica. Cáceres, 2014. 168 páginas. 16,50 euros.
"Aprender a leer ha sido para mí una de las cosas más fáciles y más difíciles. Ocurrió muy rápido, en unas semanas; pero también muy lentamente, a lo largo de varios decenios", escribe Agnès Desarthe al frente de un ameno y nada pretencioso relato autobiográfico donde la autora francesa ha dejado constancia de su itinerario como lectora, "una travesía a menudo amarga y, hasta la escritura de este libro, profundamente enigmática". La apología de la lectura es un género fácil y sin demasiado interés, dado que suele dirigirse a los ya convencidos y estos no precisan de argumentos que justifiquen lo que sienten como una pasión o como una necesidad. Cualquier lector, sin embargo, muestra curiosidad por las etapas que otros, sus semejantes, han atravesado en el camino, más si estas no son convencionales y se nos cuentan, como aquí, con naturalidad exenta de petulancia. Nacida en la segunda mitad de los 60, hija de padres judíos procedentes de Líbano y Rusia, Desarthe no destacó por su precocidad ni experimentó como otros escritores una temprana fascinación por la letra impresa. Lo suyo, por el contrario, fue un tránsito esforzado hasta lograr la construcción de un "vínculo afectivo" que le había sido esquivo durante mucho tiempo.
Ya el título meramente enunciativo, Cómo aprendí a leer, informa del tono sencillo, nada artificioso que caracteriza a su memoria. La futura escritora se describe como una niña soñadora que gusta de las historias oídas o escenificadas, pero a la que por algún motivo le repelen los libros. Cuando se acerca a ellos, siente que algo se le escapa -"falta un eslabón entre el recorrido de mis ojos sobre la página y el de mi imaginación"- o bien que muchas de las aventuras de las narraciones infantiles no le conciernen en absoluto. El mundo de los adultos, por su parte, está hecho de convenciones extrañas que suscitan desconfianza. Le atrae lo fantástico y aprecia el humor, pero percibe que este necesita de la familiaridad con unos códigos que a veces se le escapan. Celebra las canciones o los juegos de palabras, pero la lectura -aunque escribe desde que era pequeña y disfruta de la novela negra, de la ciencia ficción, de ciertos poetas o más bien de su música- le aburre o hasta mortifica. "No me gusta leer", repite cuando le preguntan, pero el hecho es que lo hace. Recela de los autores canónicos y de los libros recomendados, aunque no de los que forman su "biblioteca secreta".
En el fondo, apunta Desarthe, vinculada a una conciencia de indefensión frente al sexo masculino que se remontaba a los años de la escuela, latía una "cuestión identitaria": la sensación de que el francés no era su lengua propia, de ser una hija del exilio, de estar traicionando los orígenes familiares, que de hecho no se correspondía con la realidad de unos padres perfectamente asimilados. También "la morgue, la severidad, las apariencias, la condescendencia, el terror enmascarado de asertividad" que detectaba en muchas de las recomendaciones de los adultos. De ese terror en buena medida irracional, del miedo a ser "invadida" o "colonizada" por una presencia ajena, le libera hasta cierto punto el descubrimiento del estructuralismo -inseparable de la seducción que ejercía sobre ella una de sus profesoras tutelares de la Escuela Normal Superior- como herramienta de comprensión, pero sobre todo de autonomía. Duras, Camus, Faulkner o Dostoievski habían sido algunos de los autores que le dejaron huella, pero es la lectura de Isaac Bashevis Singer lo que la "cura" definitivamente de sus prevenciones, al revelarle las raíces no sólo culturales de un mundo arcaico y en rigor ajeno al que se siente inmediatamente religada.
Del oficio de la traducción -Cynthia Ozick, Virginia Woolf- y el proceso casi místico por el que quien traduce "acoge el alma del autor" o accede al sentido último de un texto, tratan las páginas finales, que defienden la "ausencia de intervención consciente" y aportan la imagen del traductor como contrabandista, dotado de un amplio margen para interpretar -como lector en definitiva- las obras que recrea. Dicha acogida, por otra parte, supone un descanso del yo, pero a la vez otorga una sensación de dominio compartido que elimina la enfadosa noción de autoridad impuesta, la "idea de una obra terminada, final y definitiva". La propia escritura, afirma Desarthe, citando a Proust al que tardó muchos años en enfrentarse, es un trabajo de traducción que convierte las impresiones en palabras, y en lo que a ella se refiere pocas diferencias existen entre ambas tareas, aliadas en la superación de los miedos antedichos. Estimulante por su franqueza y por el buen humor que despliega, el relato de Desarthe no destaca por su bagaje teórico, pero en ello, precisamente, reside su encanto. Encontrar la forma de derribar los muros, viene a decir la autora, precisa de un ejercicio de análisis que variará según los lectores y las obras a las que se asomen, pero el objetivo común no puede ser otro que enfrentarse a la literatura con los "ojos abiertos".
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