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En busca de mi elegía | Crítica
Pocos escritores de cuantos dejaron su mejor producción en el siglo XX son objeto de una reivindicación tan sonora en el presente como la estadounidense Ursula K. Le Guin (Berkeley, 1929 – Portland, 2018). La mayor parte de sus títulos de narrativa y ensayo, así como diversas colecciones de entrevistas y artículos, han visto la luz en los últimos años en lengua española a través de reediciones esmeradas y de largo alcance, a cargo de sellos variopintos. Y conviene aclarar que esta ola no se desencadenó con su muerte, como suele ocurrir, sino que dio sus primeros envites ya con la autora en vida, primero de la mano de editoriales independientes y con la incorporación posterior de las principales firmas especializadas en fantasía y ciencia-ficción, mainstream incluido. Se da aquí, si se quiere, una tierna paradoja: Le Guin fue una defensora a ultranza de estos géneros, primero en su propia escritura de ficción pero también en el oficio crítico (sus estudios sobre Borges, Tolkien o los hermanos Strugatski, sólo por citar a algunos, conservan su calidad imprescindible), desde el que situó a los maestros de la ciencia-ficción a la cabeza de la literatura del siglo XX y desde el que templó su pluma más afilada contra la displicencia habitualmente despachada por el prestigio literario respecto al género (el dardo que lanzó a Cormac McCarthy tras la publicación de La carretera merece figurar en cualquier antología crítica que se precie). La paradoja viene a cuenta de la evidencia de que, al menos en España, el prestigio literario sigue considerando a la ciencia-ficción un género menor de edad, muy a pesar de los autores que han decidido consagrar a ella su obra también aquí, en número creciente aunque condenados a un silenciamiento doloroso; y, sobre todo, a la certeza de que la excepción principal a esta norma viene protagonizada por la misma Ursula K. le Guin, leída de manera cada vez más amplia tanto por fieles al género como por ajenos al mismo, visible en las estanterías más dispares de las librerías y abordada en los clubes de lectura más de provincias más veteranos. Le Guin ha terminado encarnando a la misma figura que ella tanto reclamaba para otros: una escritora que no necesita desprenderse de la fantasía para obtener el más justo reconocimiento.
Pero esta presencia fértil de la autora de Historias de Terramar entre nosotros no obedece a razones fortuitas ni a azares milagrosos. Por el contrario, su vigencia se debe al modo en que Le Guin abordó en sus relatos y novelas algunos de los trending topics más candentes de la actualidad, como los vínculos que mantienen a duras penas el ser humano y el medio ambiente (El nombre del mundo es bosque), la exclusión social (Los desposeídos) y el feminismo (La mano izquierda de la oscuridad). Aunque la ciencia-ficción ha asumido estas mismas cuestiones a menudo (baste recordar la gran parábola medioambiental que bordó Frank Herbert en Dune), la sensibilidad y atención con las que Le Guin introdujo estas cuestiones en su literatura, fuera de las servidumbres épicas del género y desde un eficaz humanismo discreto y distante, le permiten lograr más adeptos entre las generaciones contemporáneas. Ahora, para completar la visión de la gran autora con la mayor amplitud, la editorial Nórdica acaba de publicar una jugosa antología poética que, bajo el título En busca de mi elegía, reúne una selección de poemas escritos entre 1960 y 2010 con la traducción de Andrés Catalán. Y, de entrada, el lanzamiento nos permite comprobar, por si no era suficiente, que Le Guin era también una poeta extraordinaria.
Por más que la escritora comenzara a escribir poesía a una edad presuntamente tardía, en 1959, lo cierto es que Le Guin mantuvo una relación con el verso (sostenido siempre en este quehacer, sin concesiones a la prosa poética que, de una u otra forma, sí se dejó notar en su narrativa) fecunda y continuada hasta sus últimos años. De hecho, esta relación se hizo particularmente intensa a partir del cambio de siglo: para entonces, Le Guin había publicado ya seis libros de poemas y había dejado un amplio reguero de textos poéticos en las antologías, revistas y publicaciones periódicas más diversas (el talante anarquista de la autora se dejaba notar de manera notable en su querencia a los formatos efímeros), pero a partir de 2006 la poesía se hizo para Le Guin una cuestión ya vital e imprescindible, lo que se tradujo a su vez en poemas si cabe más hermosos (“¡Qué verde sigue siendo mi corazón en mi vejez! / ¿Son todo polvo los senderos que sigo desde el oasis?”, escribe en Gacela en el oasis de Mara). Así, la edición de En busca de mi elegía se distribuye con acierto en dos ejes, previo y posterior respectivamente al año 2006, además de una tercera sección con los poemas en el inglés original (aunque habría sido preferible incluir una edición bilingüe al uso para dar al lector la oportunidad de cotejar la versión primera de cada poema sin tener que desplazarse al final de volumen cada vez). El interesado encontrará extraordinarios ejercicios de contemplación de la vida natural (“La Vida Eterna está posada en la hoja / limpiándose con sus patas diminutas las alas verdes”), confesiones sobre la existencia doméstica y el matrimonio (“Así que hemos creado estas tierras sin dueño / a base de encontrarnos donde nunca sabemos / si nos encontraremos o no”), homenajes a Borges, a Gabriela Mistral y a Lorca (“El duende se me metió en la cabeza / junto a la escalera de atrás, / una niña gitana vestida de rojo / con el rostro de un anciano”) y exploraciones de alcance en los entornos del mismo oficio poético (“¿Pero qué hay que llorar, si la vida se traslada a / otra vida? Mejor un rito de iniciación, / una dolorosa, dichosa celebración del cambio”, en el poema que da título al volumen) que, seguramente, habrían merecido un pequeño apartado crítico y biográfico para iluminar la lectura de estos versos en el conjunto de la obra de la autora.
Afirmada en la mejor tradición de la poesía estadounidense, Le Guin se arrima tanto a Walt Whitman (por el que profesa una especial simpatía) como a Wallace Stevens para tejer su propia tela de araña: un cosmos donde cabe cualquier experiencia y que no necesita parecerse aquí a la literatura fantástica para que lo que ha estado oculto desde siempre quede revelado al fin, de manera gozosa. Exactamente lo que desde la Antigüedad se nos ha permitido esperar de la fantasía.
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