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La buena fe de la infancia

Intermedio publica el hermoso diario que Cocteau escribió mientras rodaba 'La Bella y la Bestia', un libro que imantó a los grandes de la modernidad

Jean Cocteau, durante el rodaje de 'La Bella y la Bestia' (1946).
Alfonso Crespo

11 de enero 2015 - 05:00

La bella y la bestia, diario de rodaje. Jean Cocteau. Presentación de Miguel Marías. Trad. Vanesa G. Cazorla, Intermedio. Barcelona, 2014. 220 páginas. 20 euros.

Sería interesante delimitar cuándo dejó de ser este libro influyente entre los cineastas europeos, pues quizás se aclararía así la causa de nuestro particular naufragio. Del mítico diario, escrito por Jean Cocteau mientras rodaba, a los 55 años, La Bella y la Bestia en la Francia recién salida de la Guerra y la Ocupación -hay incluso breves menciones a los juicios de Nuremberg-, es decir, su segunda película tras el lejano debut con La sangre de un poeta (1932), se conoce su decisiva influencia en los futuros directores de la Nouvelle Vague, del más secreto e introvertido de todos ellos (Jacques Rivette, en quien despierta definitivamente la vocación de hacer películas y tratar con fantasmas) al más transgresor y reflexivo (Godard, quien más tarde lo regalaría a la actriz y novia Anne Wiazemsky señalándole que era el mejor libro de cine que conocía). También, como recoge Miguel Marías en su prólogo, cabría perseguir el eco soterrado de su ascendiente sobre algunos de los más conspicuos continuadores del legado moderno en el país galo, en Pialat, Vecchiali, Guiguet, Biette, Brisseau, Treilhou, Denis..., a saber, en buena parte de los grandes cineastas contemporáneos, ya menos conocidos por el gran público, poco vistos y, por lo tanto, pensados. Claro que casi tan poco como el cine del mismo Cocteau y del resto de los que Godard llamara "la banda de los cuatro": Pagnol, Duras y Guitry; escritores laureados que emprendieron carreras cinematográficas apasionantes y experimentadoras, fundiendo la artesanía con la más alta imaginación, delicados hasta cuando filmaron, como fuera el caso de Duras en El hombre atlántico (1981), la muerte del cine.

Sea cual sea su estatuto actual con respecto a los nuevos cineastas, aquí está el libro, en preciosa y cuidada edición de Intermedio, y aquí, por ende, la pregnancia de su escritura, la propia de un poeta maduro que sabe poner nombre a los desvelos de la creatividad. ¿Y cómo pudo un libro que acumula tantos obstáculos y preocupaciones, tanta enfermedad y accidente como rodearon el rodaje de La Bella y la Bestia, servir de acicate para jóvenes apasionados por el cine y por la aventura de rodar una película? Porque sitúa el alma por encima de la técnica; porque roza con los dedos el misterio constitutivo del cine, la ontología brumosa que escapa al funcionamiento científico de sus aparatos y que esta película encarna como pocas. Así, lo que separa a Cocteau de René Clément, consejero técnico del filme en quien el primero ponía su total confianza hasta considerarlo el sustituto perfecto si las dolencias durante el rodaje minaban su salud por completo, es lo que media entre un artista y un buen profesional, entre un cineasta y un realizador. Algo escurridizo sin duda, pero que Cocteau sabe mostrar con sencillez al referirse a la propia película como una que persigue la poesía, no que nace con ella en los labios, pues sólo cabe esperar ser dignos de su visita, de su fulgurante aparición. Nada, entonces, queda dicho de antemano más allá del esqueleto narrativo del cuento de Madame Leprince de Beaumont, relato convenientemente retorcido según las obsesiones órficas del poeta y que constituye la base desde la que optar a los regalos del azar y poner en movimiento las potencias del imaginario.

Este estatuto de frágil y extenuado demiurgo que detenta Cocteau en el dietario, de sufrido contrabandista del legado de Méliès en tiempos de recogimiento lumièresco, también debió llamar la atención de los cinéfilos de entonces, ya que casi no puede imaginarse metáfora más potente que la de la enfermedad imprimiéndose en la piel del creador al tiempo que la luz lo hace en el celuloide de la película que está haciendo. Y es, además, este sorprendente intercambio estético-somático el que engrandece la profunda reflexión que aquí realiza Cocteau en torno a la naturaleza del intrincado vínculo del cine con la vida. Pues así se ve el cineasta, como alguien afortunado por manipular el espacio y ensayar con el tiempo (ralentizándolo, acelerándolo, cambiándolo de sentido), feliz y santo como un niño que le busca fugas mágicas a la realidad gracias a la instintiva compenetración de las máquinas. En este sentido resulta significativa la bella fórmula con la que el cineasta resume la tarea del montaje, "corregir la vida".

Hay en este libro imprescindible e inagotable otra evidente fuente de regocijo para los amantes de este arte. Se trata de un sentido canto al esfuerzo colectivo que supone la consecución de una película. Curiosamente, Cocteau enfrenta aquí la pereza y el desinterés de tramoyistas y auxiliares en el mundo del teatro con la involucración entusiasta de los equipos de cine -si bien a veces diezmada por los escrúpulos sindicales-. Son en verdad emocionantes estos pasajes, aunque uno pueda pensar que representan lo único que ha envejecido del libro... quizás porque ya casi nadie sea capaz de proponerle a un director de fotografía o a un decorador tan maravillosos desafíos; quizás porque no sea fácil encontrar técnicos que naden a gusto en aguas que no sean las de su especialización.

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