Un buen día lo tendrá usted
Con 'Las ganas', Santiago Lorenzo se confirma como una de las voces más personales de la comedia heredera de la mejor tradición castizo-esperpéntica
Las ganas. Santiago Loranzo. Blackie Books. Barcelona, 2015. 232 páginas. 19 euros
Conocíamos al Santiago Lorenzo cineasta, una suerte de eslabón perdido de la comedia española de culto cuyas dos únicas y extrañas películas se situaban en una isla mucho más cercana al continente azconiano que a ese humor diseñado, domesticado y deudor del tipismo facilón que, por ejemplo, ha hecho de títulos como Ocho apellidos vascos lo más visto y, al parecer, reído de nuestro cine.
Sin que nadie la esperara, si acaso lo más secretos conocedores de sus cortos, animaciones y viñetas, Mamá es boba irrumpía allá por 1999 como una insólita y extemporánea comedia de provincias, tristona y melancólica, un ejercicio de interiores y casticismo de baja intensidad sobre gente demasiado corriente tirando a invisible observada desde la extrañeza y con entrañable comprensión y afecto.
Ocho años más tarde, y con inopinado apoyo de Tele 5, Un buen día lo tiene cualquiera parecía despegar hacia territorios de mayor sofisticación (una producción más holgada, unas formas aparentemente más suaves), aun estando ambientada en bares de Valladolid y todavía muy pegada a una deformación esperpéntica que parecía tener más que ver con El pisito o Plácido que con la deriva de los Gómez Pereira y compañía que triunfaban en aquella década de vacas gordas y desahogo.
Los desencuentros con los productores y los malos resultados de taquilla hicieron que Lorenzo abandonara el cine. Eso que ha ganado la literatura (con minúsculas, si quieren, por no asustar), porque desde entonces, entre proyectos varios (exposiciones, guiones, cómics), son tres ya las novelas suyas que han llegado a las librerías, las tres tragicómicas, las tres hilarantes, las tres realmente singulares en la creación de lenguaje, universos y personajes: Los millones, editada en 2010 en la pequeña editorial Mondo Brutto y repescada luego por Blackie Books, casa que editaría luego Los huerfanitos (2012) y esta Las ganas, una trilogía del fracaso y la "risapena" que confirma a Lorenzo como "un escritor de aúpa", un auténtico resistente e insensato conservador de esencias (hay quien cita a Jardiel Poncela, Mihura e incluso a Valle) entre tanto escritor posmoderno y de aire cosmopolita amparado por las nuevas editoriales indies de coloridos diseños pop.
Lo de Lorenzo es otra cosa, una cosa bastante nuestra y antigua (en el mejor de los sentidos), reconocible al menos para una generación que nació en la encrucijada de dos tiempos, en ese tajo de la España de la Transición en la que los colores de la televisión estaban aún un poco desteñidos, las vajillas eran de duralex y la gente todavía no vestía uniformada por los diseños de Inditex.
Si en Los millones el protagonista era un terrorista del Grapo caído en (desternillante) desgracia tras ganar la Primitiva y Los huerfanitos trataba de las desventuras de tres hermanos dentro del mundo del teatro, Las ganas depura aún más el paisanaje para centrarse en Benito y sus circunstancias, un químico y pequeñísimo emprendedor de Valdemoro atribulado por su escasez de relaciones sexuales y por el empeño en sacar adelante su milagroso producto para regenerar la madera.
El esquema es sencillo, la estructura visible. Estamos en el terreno de los perdedores anónimos, en el trazado de la periferia urbana, en las aceras mal iluminadas de una clase media venida a menos a la que la crisis no ha hecho sino hundir más sus modestos sueños de prosperidad.
Con estos materiales tan reconocibles de la tragicomedia, lo que hace empero de Las ganas una estupenda novela es, entre otros detalles, el lenguaje que Lorenzo aplica a la jugada, impregnado de un casticismo salido de una máquina del tiempo, capaz de sublimar el argot, las expresiones y giros de la calle (una calle antigua), las decenas de formas distintas de llamar a las cosas por su nombre o de llamar a los nombres por las cosas, en herramienta de estilo de primer orden que pasa del narrador a sus criaturas y viceversa con absoluta fluidez y naturalidad.
Del mocordo al porlar, neologismos castizos para la ciencia y el ansiado apareamiento, el léxico de Lorenzo exprime el ingenio y la memoria de quien conoce y ha oído el barrio de primera mano, también a esas criaturas sin literatura noble que las ampare como pequeños héroes de polígono industrial y bares de desayunos baratos.
Que Benito consiga o no echar un polvo después de tres años de sequía o venda su invento a los ingleses casi viene a ser lo de menos. El mundo que describe Las ganas, sus personajes impíos, alicaídos y un poco miserables, buena gente que a veces no sabe que lo es, describe un paisaje (español) tan cercano que da hasta un poco de pudor, como enseñarle por primera vez a una novia el apartamento cutre apenas recogido y aireado.
La heroica de la precariedad de las novelas de Lorenzo tiene mucho de cinematográfica, es cierto. Otra cosa es que, tal y como están las cosas, podamos llegar a verlas algún día en la pantalla. Por si acaso, mejor vamos leyendo.
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