Bucarest: el corazón de la paradoja
Las ciudades y los libros
La historia ha forjado en la capital rumana un palimpsesto alucinante donde conviven la monumentalidad desmesurada y el matiz más revelador, pero para encontrar la identidad real hay que leer entre líneas
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Lo primero que llama la atención de Bucarest es la frondosidad de sus parques y jardines. Conforme se avanza al centro desde el norte hay que bordear el colosal Parque Herastrau, un verdadero bosque urbano de 110 hectáreas con un enorme lago, museos, restaurantes, fauna diversa y numerosos senderos en los que corredores y ciclistas de todo pelaje, familias, parejas de enamorados y demás usuarios disfrutan un esparcimiento prácticamente ilimitado. En realidad, el centro de la ciudad está rodeado por un anillo verde distribuido en una decena de grandes parques y una distribución dispersa de jardines variopintos. Ya cerca del corazón de la ciudad, el Parque Cismigiu evoca en sus diecisiete hectáreas el mayor encanto de las áreas verdes centroeuropeas (no en vano, buena parte de sus plantas exóticas fueron importadas de los jardines botánicos de Viena), con puentes de fantasía sobre otros lagos en los que los turistas pasean en bote mientras la población local juega al ajedrez y al backgammon. La influencia austrohúngara se advierte en buena parte de la arquitectura más próxima a estos enclaves, así como en un urbanismo aún sosegado y conciliador que poco a poco irá diluyéndose en una amalgama de difícil asimilación: edificios cuyas fachadas neogóticas se conservan intactas desde el siglo XIX comparten las grandes avenidas con construcciones fieles a la estética soviética, aséptica y formalista, en una paradoja que se acentúa a medida que se abandonan las vías principales, progresivamente saturadas de tráfico, y se penetran plazas y callejuelas ajenas a los circuitos promocionales. Y es precisamente en la arquitectura posterior a la Segunda Guerra Mundial donde con más urgencia se perciben necesidades de restauración a menudo dolorosas. Al mismo tiempo, Bucarest es un océano de espacio público puesto al servicio del paseante, con mobiliario urbano de consideración estratégica y accesibilidad garantizada. En la hegemonía absoluta de la bicicleta como medio de transporte alcanza la capital rumana su mayor identidad europeísta, pero a poco que uno meta la nariz en ciertos sitios se da de bruces con la evidencia: Bucarest es un descomunal cruce de caminos, un depósito de retales de Oriente y Occidente, un palimpsesto alucinante que juega a crecerse en una monumentalidad desmesurada que tiene sin embargo en el matiz su mejor verdad.
Ya junto al centro histórico, en la Plaza de la Universidad, uno de los lugares donde la represión del régimen comunista de Ceausescu se resolvió con más saña contra los insurrectos, junto al emblemático Hotel Intercontinental y y el espléndido Teatro Nacional, el mojón que señala el kilómetro cero de Rumanía está decorado con los lemas Libertad, Democracia y un añadido posterior: Zona libre de neocomunismo. En teoría, si uno quiere impregnarse de la memoria reciente de la ciudad, puede desquitarse en la Plaza de la Revolución, un marmóreo núcleo gris y plomizo donde fue derrocado el mismo Ceausescu y donde el controvertido Memorial del Renacimiento sigue apelando a la construcción de la nueva Rumanía tras décadas de brutal tiranía; pero los testimonios más veraces se dispersan por toda la ciudad, especialmente si nos alejamos del centro, como en el distrito industrial que se abre más allá del Parque Titan: pintadas, lemas anclados en los portales, banderas colgadas en no pocos balcones, iglesias ortodoxas y los mismos vecinos delatan que la nostalgia gira aquí en más de un sentido. Una profesora reconvertida en guía turística cada verano (el pluriempleo es aquí una solución ampliamente compartida, dada la precariedad de los salarios) cuenta que la dictadura comunista “sembró en la población rumana una tristeza ya endémica, como un carácter nacional. Y Bucarest no es ajena a eso”. La sola mención de la palabra democracia adquiere aquí connotaciones bien distintas a la simpleza con la que se despacha el término al otro lado del continente, pero la memoria trasluce, como en cualquier otro lugar del mundo, de manera conflictiva: entre no pocos jóvenes, la decepción se ha traducido en una naturalidad cada vez más abierta a la hora de reivindicar lo de antes. Aunque, en el fondo, nadie quiere ni oír hablar de aquel manicomio que fue la Bucarest de Ceausescu, de la que el Palacio del Parlamento, el segundo edificio más grande del mundo después del Pentágono, para cuya construcción ordenó el dictador el derribo de barrios enteros y la explotación de miles de esclavos hasta la muerte, queda como hito escalofriante a merced del selfie turístico.
Frente a la tristeza, el centro histórico es un enjambre de comercios, restaurantes, galerías de arte, teatros, cafeterías de evocación parisina, salas de conciertos y mucha música callejera, en honor a la legendaria formación instrumental rumana. En las plazas más coquetas, buena parte de las antiguas mansiones han sido rehabilitadas como patios con encanto para la diversión compartida de locales y foráneos, a base de cuartetos de jazz, folklore tradicional y una gastronomía autóctona que sigue siendo objeto de una fuerte demanda, mientras los puestos de comida rápida florecen en cada esquina. En estas calles empedradas Bucarest es una ciudad viva, sonora, pujante, esperanzada. El mejor signo de esta transformación es tal vez la librería Carturesti Carusel, ubicada en el edificio de un banco del siglo XIX con seis plantas en las que se distribuye un fondo abrumador en varios idiomas bajo un ambiente distinguido, en cuyos pasillos litigian los clientes de toda la vida y los turistas que vienen a dar rienda suelta a su afición bibliófila. Con una economía débil basada en la exportación de materias primas, sometida a una evasión fiscal abultada y a la emigración de su mejor talento y de su mano de obra cualificada, Rumanía tiene en su capital el laboratorio de pruebas idóneo para la gentrificación más exhaustiva, que ya deja ver buena parte de sus peores efectos. Yo vine sin embargo a Bucarest a seguir las huellas de la ciudad que el poeta y novelista Mircea Cartarescu reconstruyó en su trilogía Cegador, publicada originalmente entre 1996 y 2007; y la encontré, o eso creí, entre el sueño de otras ciudades posibles y la Bucarest real, múltiple, compleja, apasionante, trágica, acogedora y a la vez exigente, que para alcanzar su mejor versión aceptó ser también una Bucarest antagónica e imposible.
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