El parqué
Jaime Sicilia
Quinta sesión en verde
Francisco Brines, Premio Cervantes
En las cosas de la poesía, un maestro no es estrictamente, como piensan casi todos los poetas jóvenes, esa persona que te dice que corrijas un pasaje cacofónico o que llama a un editor para recomendarle tu libro. El maestro es otra cosa: un ejemplo para aprender a interpretar no sólo las claves ocultas de la poesía, sino también los jeroglíficos esenciales de la vida.
A fuerza de años de leer y de escribir, llega uno a una conclusión: la poesía sin vida dentro es pura retórica, mejor o peor, pero retórica, y la pura retórica siempre suena a oquedad: el vuelo de un pájaro mecánico dentro de una jaula abrillantada.
Cuando Brines escribe poesía o habla de poesía no está escribiendo ni hablando de otra cosa que de la vida, porque para él la poesía es el rescoldo de las hogueras del tiempo, esas hogueras invisibles en las que ardió la juventud, en las que se consumieron los seres amados o deseados y en las que se volatizaron las entelequias del futuro.
Brines es, aparte de uno de nuestros grandes poetas, uno de los grandes conversadores que nos quedan en esta sociedad tomada por los charlatanes. Él puede estar conversando (de poesía, de toros, de pintura, de sexualidad, del calor que hace o de lo que la ocasión disponga) sin que le importe el tiempo, creando así una especie de microclima verbal, cálido y jamás tormentoso, allí donde él se encuentre. Cuando Brines se pone a hablar con las amistades, el tiempo deja de existir, y la charla suele sobrevivir a esa hora –enemiga de los vampiros– en que el amanecer disuelve la tinta china de la noche y en que los habladores profesionales se aclaran la garganta antes de dirigirse a las emisoras de radio para despotricar del gobierno que sea.
Brines: el tan altísimo poeta, el incansable conversador, el amigo entrañable.
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