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En la muerte de Brines
Durante la Segunda Guerra Mundial, en Rusia, la poeta Anna Ajmátova leía poemas a los soldados que iban a partir al frente. Los poemas que elegía solían ser patrióticos y propagandísticos, pero un día, en un hospital, se le ocurrió leer un poema de amor. Un soldado muy joven, que tenía una herida grave, la llamó a su lado y le dijo con un hilo de voz: "Camarada, por favor, vuelva a leer esa historia cantada". Enseguida, los demás soldados del hospital le pidieron lo mismo. "Sí, sí, camarada, lea de nuevo la historia cantada". La "historia cantada", para aquellos soldados –muchos de ellos campesinos medio analfabetos–, era el poema de amor. Aquel día, Anna Ajmátova descubrió que los soldados que partían a la guerra o que volvían malheridos del frente no querían escuchar poemas patrióticos, sino simples poemas de amor, o "historias cantadas", como decían ellos. Nada de épica, nada de marchas militares, sino las tiernas canciones de Safo y Ovidio. Y de la propia Anna Ajmátova, claro que sí.
No creo que el poeta Francisco Brines, que acaba de morir en su casa de Oliva, en Valencia, conociera esta historia que ocurrió en la lejana Rusia hace muchos años. Pero estoy seguro de que habría entendido que esa historia encierra la clave de la poesía. Y si un día, por un azar del destino, le hubiera tocado leer poemas a los soldados que iban a la guerra, esos soldados le habrían pedido encantados que recitara sus poemas llenos de jazmines y de noches de luna, porque alguien que va a morir quiere recordar a su madre caminando entre un huerto de naranjos en vez de oír los claros clarines de la retórica bélica. Brines era un poeta sensual –el adjetivo es inevitable–, y elegíaco –otro adjetivo inevitable–, porque su poesía estaba hecha del amor que termina y de la vida que nunca es suficiente porque todo se acaba y todo sacia y todo se pierde. Pero Brines sabía que eso que nos acompañaba –el recuerdo de unos pasos amados, el rumor del viento entre los naranjos–, todo eso que parece muy poco, y que quizá sea muy poco, es lo único que tenemos los seres humanos para abrirnos paso entre la oscuridad.
Hace más de veinte años tuve la suerte de compartir unos minutos de charla con Francisco Brines. Fue con ocasión de la entrega de un premio organizado por su amigo Abelardo Linares, de la editorial Renacimiento. "A sus poemas les falta música", me dijo Brines mientras se comía un plato de paella, y luego me miró como disculpándose por haber dicho aquello, y enseguida volvió a su plato de paella. En aquel momento me dolió oír aquello –todos queremos que nos digan que somos los mejores–, pero ahora sé que nunca en la vida me han dado un consejo poético más acertado. Un poema sin música está muerto, un poema sin música no es nada. Y Francisco Brines lo sabía muy bien. Igual que aquellos jovencísimos soldados rusos que iban a morir antes de haber cumplido los veinte años, Brines sabía que un poema no es nada si no es una "historia cantada" que contenga música y ritmo y cadencia, igual que el lejano rumor del mar, igual que las silenciosas noches de luna, igual que el frescor que llega de un huerto de naranjos.
Brines parecía escribir sus poemas –escasos, espaciados– como si acabara de oír el canto del gallo después de una larga noche de verano. Y en sus poemas habitaba la vida que está a punto de escaparse, esa vida que sabemos que ya no volverá (aunque se repita continuamente siguiendo el mismo ritmo) y que sabemos que echaremos de menos justamente porque la hemos malgastado, y al hacerlo, también nos hemos malgastado a nosotros mismos. Pero siempre, en los poemas de Brines, latía la esperanza de que un día alguien nos iba a oír recitar "una historia cantada". Y de pronto, sólo por eso, todo lo malgastado, todo lo perdido, volvería a brillar un segundo como en una hermosa puesta de sol. Así era la poesía de Francisco Brines. Así será. Y así ha sido.
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