“Entiendo que los escritores que empiezan hoy sean más cautos”
T. C. Boyle | Escritor
El autor, referente vivo de la literatura norteamericana, publica en España de la mano de Impedimenta ‘Una libertad luminosa’, relato de la introducción del LSD en EEUU en los 60
Atiende Thomas Coraghessan Boyle (Peeksill, Nueva York, 1948) a este periódico en un encuentro virtual desde su casa de Santa Bárbara diseñada por Frank Lloyd Wright. Profesor de Literatura en la Universidad del Sur de California, amigo en su juventud de Raymond Carver y profundo admirador de Gabriel García Márquez, despuntó en el panorama literario estadounidense en 1981 con la publicación de Música acuática, novela en la que narra (entre otros acontecimientos) el descubrimiento del río Níger a cargo del explorador Mungo Park a finales del siglo XVIII y a la que The New York Times se refirió en estos términos: “Música acuática es a la literatura lo que Indiana Jones al cine”. Desde entonces, obras como El fin del mundo (con la que ganó el Premio Pen / Faulkner en 1987), El balneario de Battle Creek (llevada al cine por Alan Parker con Anthony Hopkins como protagonista), The Tortilla Curtain, Drop City, Las mujeres (en la que revisa la biografía del mismo Frank Lloyd Wright), The harder they come y Los Terranautas, entre otras muchas, dotadas de una magistral técnica narrativa, un insonobornable sentido del humor y una acidez adversa a cualquier asomo de corrección política, le han situado en la primera fila de la literatura norteamericana contemporánea, junto a sus admirados Thomas Pynchon y Robert Coover. Ahora, mientras Boyle publica en EEUU su última novela, Talk to Me, una sátira psicológica sobre experimentos con monos en torno al lenguaje humano, la editorial Impedimenta, que ha lanzado ya buena parte de sus títulos, hace lo propio en España con su anterior entrega, Una libertad luminosa, aproximación a la introducción del LSD en la cultura estadounidense a manos de Timothy Leary, el hombre que se metió en la cama con John Lennon y Yoko Ono, fundó una religión y se enfrentó a Ronald Reagan en las elecciones a gobernador de California (Lennon compuso Come together para su campaña) con tal de que se aprobara la legalización del consumo de LSD en su país. Jon Bilbao traduce este libro para los lectores en lengua castellana.
-El título original de Una libertad luminosa es Outside looking in [algo así como El afuera mira adentro]. ¿Qué opina del título de la traducción española?
-El segundo título que tenía en mente para esta novela era The light (La luz). El traductor alemán me preguntó si podía titular así la edición alemana, a lo que no puse objeción, con lo que en Alemania el libro se llama Das licht. Fue a partir de aquí cuando el traductor español me propuso otro título inspirado en éste, Una libertad luminosa. Y también me pareció bien, desde luego. El título Outside looking in es una expresión difícil de traducir, puede generar equívocos, así que todas estas soluciones me parecieron correctas. Sin problema por mi parte.
-¿Desde cuándo venía rumiando lo de escribir una novela sobre Timothy Leary y su comuna?
-En 2003 publiqué Drop city, una novela que abordaba abiertamente el mundo hippy. Lo hice en gran medida porque yo fui un hippy, pero me apetecía volver a escribir sobre el proceso que me llevó a convertirme en un hippy, toda la experimentación, el descubrimiento de los elementos propios de la contracultura, todo eso. Estábamos en plena vorágine, en la vanguardia, éramos unos descerebrados dispuestos a probarlo todo, a hacerlo todo. Eso además de ser unos rojos, claro. De aquellos años extraje una lección muy clara: cuando llegas a ese extremo en que lo has probado todo, en que ya no te queda nada más que transgredir, tienes que buscarte otra cosa que hacer con tu vida. Y eso implica dar un paso atrás y desligarte. Es así. Es un proceso de supervivencia y también de autonomía, de aprender a valerte por ti mismo y dejar de ser el monaguillo de otros. La persona que me introdujo en el mundo de las drogas en el instituto tenía expectativas muy elevadas sobre lo que yo debía estudiar, pero lo que quería, sobre todo, era alguien con quien colocarse.
-En su novela presenta al lector la figura de Leary a través de otro personaje, Fitzhugh Loney, quien narra los hechos. ¿Responde esta decisión a una posible intención de evitar controversias?
-Sí, Timothy Leary es un personaje secundario. Él es el principal responsable de los acontecimientos, pero me interesaba contar la historia a través de uno de sus monaguillos. Por lo general, me gusta narrar episodios relacionados con celebridades desde la perspectiva de personajes que no son famosos ni nada parecido, sino gente corriente. Aquí quería contar los mecanismos por los que alguien decide seguir a un líder, y ahí Leary no me servía porque él es el líder. La pregunta clave en esta novela es qué lleva a alguien anularse por completo, vaciarse, renunciar a sí mismo y a todo lo que tiene para dárselo a otra persona. Por qué alguien está dispuesto a pagar un precio tan elevado, qué cree que recibe a cambio. Es una cuestión compleja. A pesar de haber escrito esta novela, no creo haber llegado al fondo de la cuestión.
-Su descripción de la descomposición orgánica y moral de Loney está tan cerca de la tragedia como de la comedia. Y seguramente es aquí donde Una libertad luminosa conecta de manera más clara con el resto de su obra.
-Sí. A ver, de entrada te diré que hoy en día me siento capaz de escribir de cualquier manera y en cualquier tono. A lo mejor me apetece escribir una historia completamente absurda y después decido escribir una tragedia. Sé que puedo hacer lo que me apetezca. Pero esto tiene que ver con la certeza de que todos esos registros se parecen mucho. Mira, en el fondo me da igual que lo que escriba parezca trágico o cómico. Lo que quiero es tocar al lector, discutir con él, llevarlo a otros sitios, da igual cómo. Sí te diré que me cuesta desprenderme de una cierta idea de absurdo, porque eso es lo que hacemos y lo que somos: absurdo.
-¿Se siente cerca de la llamada literatura del absurdo que cultivaron Beckett y Ionesco?
-Desde luego. Ten en cuenta que empecé mi carrera en los años 70, cuando el teatro que se hacía en Estados Unidos estaba muy influido por el absurdo. Aquello estaba muy presente en mi cultura. Como escritor primerizo yo tenía muchos referentes, Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Günter Grass, Thomas Pynchon, todos esos. Pero en mis primeros relatos había una influencia muy grande de Beckett y los autores del absurdo, y creo que esa influencia ha perdurado de alguna forma. Lo que sí tenía claro ya en mis comienzos es que no quería escribir siempre el mismo libro. Y en ésas sigo. La novela en la que estoy trabajando ahora habla sobre el mundo pandémico, un mundo marcado a fuego por el absurdo en el que conviven la tragedia y la comedia. Y sé que puedo hacer las dos cosas. Que puedo llevar al lector a esos extremos. La novela que publico ahora en EEUU, Talk to Me, trata de unos experimentos psicológicos sobre el lenguaje humano realizados con simios. Hay un héroe algo pícaro, es divertido. Pero, al mismo tiempo, estoy seguro de que puede machacarte el corazón.
-Los psiconautas de Timothy Leary remiten a sus Terranautas. ¿Su gusto por esos grupos aislados tiene que ver con la posibilidad de contar relatos fundacionales sobre nuevos mundos?
-Sí, estas novelas tienen algo de obra de teatro. Funcionan así, con personajes metidos en escenarios cerrados. El reciente confinamiento nos ha aportado revelaciones muy interesantes sobre cómo nos relacionamos y cómo reconstruimos nuestro mundo en contextos propios de una clausura. Y algo que se da con mucha frecuencia en estos contextos, como hablábamos antes, es la figura de un gurú que rige las vidas de los demás y gobierna al grupo. Es casi una generación espontánea.
-En la primera parte de Una libertad luminosa, el doctor alemán Albert Hoffmann, que fijó la composición del LSD en 1943, expresa tras probarlo: “Vi el mundo como realmente es. El mundo abstracto, el mundo espiritual, el Ding an sich de Kant en cada objeto”. ¿En qué medida le interesa el problema de la percepción, la evidencia de que la realidad no es como la refieren los sentidos?
-Me interesa mucho. Nuestros sentidos están hechos para acomodarnos en la realidad en la que vivimos, no para mostrárnosla tal cual es. Éste es de hecho el fundamento de las religiones como mecanismos de trascendencia: eso que vemos no es la realidad en sí, hay algo más. Cuando, en una determinada religión, alguien asegura haber visto a Dios, haber tenido un contacto directo con una divinidad, lo que hace es romper los límites de la percepción y trascender la realidad. Ahora bien, la definición de eso que se reconoce como Dios tiene mucho que ver con las ideas preconcebidas de cada cual. Yo me crié en una familia católica e iba asiduamente a la iglesia hasta que a los once años le dije a mi madre que no iba a ir más, que aquello no me servía. Después empecé a buscar otros medios para comprender el mundo y llegué a la ciencia. Los físicos explicaban cómo funciona la realidad, cómo está hecha, pero pronto el conocimiento científico empezó a parecerme muy remoto, con ideas que parecían mitos como Santa Claus. Nada de aquello estaba a mi alcance, así que afronté otra frustración. Por eso me parece que la ciencia y la religión no están tan lejos como algunos pretenden. Creo, de hecho, que en algún lugar del universo convergen sin problema. Porque si, en lugar de un Dios, la ciencia nos propone un caos horrible en el que nada tiene sentido, hablamos en ambos casos de respuestas que responden a determinadas premisas. Mi perro se relaciona con el mundo, principalmente, a través de su nariz, de manera que sus ideas sobre Dios y la realidad son necesariamente distintas de las mías. Y posiblemente sus ideas y las mías responden a la verdad, o a cierta verdad.
-Eso me recuerda a aquellas declaraciones en las que George Harrison afirmaba que había abrazado la religión porque le permitía mantener el subidón de las drogas sin bajones.
-Sí, pero Harrison hablaba de su religión interior. De algo que llevaba dentro. Yo me refiero a una religión capaz de conectar a las personas con la realidad, con el mundo, y para mí esa religión es la naturaleza. Mi contacto diario con la naturaleza me conecta con mi interior y, al mismo tiempo, me permite reconocer el mundo. En esa religión no soy un seguidor, soy un líder. Tal vez no hay un dios reconocible como tal, pero sí una naturaleza en la que convivimos todos. Para mí, esa experiencia es suficiente. Tengo amigos religiosos y me gusta debatir con ellos sobre estas cosas, y no oculto cierta admiración hacia ellos. En concreto, tengo un amigo católico que va a misa todos los domingos y te confieso que a menudo me gustaría estar en su pellejo, cambiarme por él. Sería genial, muy cómodo, menos problemático. Pero no puedo.
-¿Coincide con Vladimir Nabokov en el reconocimiento de Sigmund Freud como humorista?
-Todo lo que vino a decir Freud funciona en un sentido muy claro: todos tenemos problemas y todos necesitamos hablar de ellos. Luego, fácilmente podemos trasladar eso a órdenes muy distintos, como la cultura. Cuando vemos una película o leemos un libro, queremos contarlo y hablar de ello. Entonces, lo que hace el psicoanálisis, como también la religión y las drogas, es profundizar en la evidencia de que las voces que hablan en nuestra cabeza no van a callarse nunca. Así que necesitamos transmitir lo que nos dicen.
-¿Se siente usted parte de una determinada tradición de la literatura norteamericana, o más bien un verso suelto?
-Me siento muy insertado en mi propia tradición. Uno de mis escritores más queridos es Washington Irving, quien optó por escribir cuentos fantásticos cuando muy pocos autores americanos de su generación lo hacían. William Faulkner dejó una huella profunda en mí, por eso fue una revelación que García Márquez, uno de mis principales referentes, señalara a Faulkner como una de sus principales influencias, y seguramente fue esto lo que más me unió a Faulkner. No sé si a partir de Washington Irving, Faulkner o García Márquez se puede definir una tradición, pero en cualquier caso ésa es la mía. Cuando decidí hacerme escritor no conocía muy bien la tradición literaria en lengua inglesa, ni siquiera me preocupaba saber que pudiera existir algo así.
-Afirmaba el Financial Times en una crítica que usted es “el Frank Zappa de las letras americanas”. Si usted es Frank Zappa, ¿quién es Jimi Hendrix?
-No lo sé. Pero del rock and roll me fascina su carisma, su energía, la capacidad expresiva que ha demostrado y mantiene. Cuando era joven estuve en una banda y eso era lo que más me fascinaba, la libertad de la que disponíamos para hacer y decir lo que quisiéramos. No había una tradición que tuviéramos que respetar, ni nada que nos estuviera o no permitido. Como escritor he buscado siempre eso, la absoluta libertad para hacer lo que quiera. Si en alguna ocasión me han visto como un escritor punk, bien, bueno, igual eso responde a mi empeño.
-¿Considera que disfruta hoy del mismo grado de libertad de expresión que cuando empezó?
-Yo disfruto la misma libertad de expresión que cuando empecé, pero entiendo perfectamente que un escritor que empieza ahora se muestre más cauto que yo en mis inicios. La corrección política se impone con mayor vehemencia y cada día es más difícil escapar de eso. Eso sí, no hablamos de un fenómeno reciente. En 1995 publiqué The Tortilla Curtain, una novela sobre dos mexicanos que cruzan ilegalmente la frontera y llegan a Estados Unidos en busca de supervivencia. Pues bien, en la rueda de prensa hubo un grupo de gente que me recriminó haber escrito sobre un grupo étnico distinto del mío. Decían que yo no tenía derecho a hacer eso. Según este razonamiento, a los hombres blancos sólo se le está permitido escribir sobre hombres blancos. La corrección política no entiende que la creación literaria consiste en adoptar los puntos de vista de los otros. Pero más importante que eso es la afirmación de que no importa quién escriba los libros. En todos estos años, muchos lectores me han agradecido, precisamente, que les haya ofrecido lecturas desde las que han podido modificar sus puntos de vista. ¿Qué importancia tiene el origen o la condición del autor? Ninguna.
-Recientemente se armó en España una singular polémica ante una reedición de Lolita. Diversas autoras feministas consideraron que, dado que la novela de Nabokov aborda en su novela únicamente el punto de vista del abusador, nunca el de la víctima, la obra no merecía tal reedición.
-Lolita es una de las mejores novelas de todos los tiempos. Es brillante en todo sus términos. No hay nada en sus páginas que pueda considerarse una apología del abuso. Pero es que si sobre Nabokov hubiera caído una acusación en ese sentido, seguiría sin haber motivos para retirar el libro de las estanterías. Nabokov no cometió ningún delito, pero si lo hubiera hecho ¿qué tendría eso que ver con la calidad del libro? Hoy tenemos la posibilidad de disfrutar de Lolita por lo que es. Nada más y nada menos.
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