Bogdanovich o el amor al cine
Cine
Sus facetas de director y crítico parecían unirse en un único proyecto.
Peter Bogdanovich, fallecido este jueves a los 82 años, rodó varias películas excelentes y una extraordinaria. Pero no es esto lo que le da un lugar privilegiado en la historia del cine. Escribió extraordinarios artículos y libros sobre cine, además de realizar magníficos documentales. Pero no es esto lo que le da un lugar privilegiado en la historia del cine. Se lo da haberlo hecho todo a la vez como un único proyecto en el que sus películas parecían ser realizaciones prácticas de sus supuestos teóricos y de su amor al cine, como sus admirados críticos franceses convertidos en directores de la Nouvelle Vague; y haberlo hecho en el momento preciso, en uno de los puntos de giro decisivos de la historia de Hollywood.
Devoró en su juventud neoyorquina películas al ritmo de una, dos y hasta tres al día. Eran los años 50, los estudios de Hollywood vivían el inicio de su crisis a causa de la sentencia antimonopolística de 1949, triunfaba la televisión, despuntaba el nuevo cine americano que afrontaba los profundos cambios en las formas de vida y la emergencia de nuevos intereses (o modas) en los espectadores. A principios de los años 60 se inició como crítico con creciente influencia a partir de sus publicaciones en la revista Esquire, programando ciclos cinematográficos en el Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York y escribiendo entre 1961 y 1970 influyentes libros sobre Welles, Hawks, Hitchcock, Ford, Lang y Dwan.
En 1968 se trasladó a Los Ángeles y gracias a su amistad con Roger Corman rodó en 1968 sus dos primeras películas: la interesante, metacinematográfica y artesanal Targets, en la que hace interpretar a Boris Karloff el papel de una vieja estrella del cine de terror que se enfrenta a un terror real representado por un asesino veterano de Vietnam, y la disparatada Viaje al planeta de las mujeres prehistóricas, remake de la película rusa El planeta de las tormentas cuyos derechos había comprado Corman, rellenándola con escenas adicionales y finalmente rehaciéndola por un Bogdanovich que no la firmó. Tras estas dos experiencias volvió a la crítica, inició sus trabajos con Welles que culminarían, tras muchos años de amistad y conversaciones, con la publicación del fundamental This is Orson Welles en 1992 y retomó su carrera como director, o más bien la inició como autor, en 1971 con la excepcional La última película. No sin antes haber completado ese mismo año, por encargo del American Film Institute, su formidable documental Directed by John Ford.
Como si se repitiera el caso Welles, esta primera obra totalmente suya fue también su mejor película, la que lo hará inmortal como director, y la más premiada: nominada a 8 Oscar, obtuvo dos. Recuperación del blanco y negro. Un pueblo tejano a finales de los 50. Las vidas vacías de unos jóvenes que pasan los días y las noches entre un bar, unos billares y un viejo cine que, acosado por la televisión, va a cerrar proyectando Río Rojo de Hawks. Un reparto que consagra a los jóvenes Timothy Bottoms, Jeff Bridges, Cybill Shepherd, Cloris Leachman o Ellen Burstyn y da un papel destacadísimo a Ben Johnson, veterano del western que había trabajado con Hawks y sobre todo con Ford, y logró el Oscar con esta interpretación. Nunca volvió a alcanzar la emoción, el lirismo, la belleza de esta obra maestra.
Tras ella siguió triunfando con ¿Qué me pasa doctor? (1972), con Ryan O’Neal y Barbra Streisand, homenaje a la comedia loca de los 30, y con Luna de papel (1973), rodada en blanco y negro, con una banda sonora de viejas grabaciones jazzísticas e interpretada por Ryan O’Neal y su hija Tatum en homenaje a las road movies con niño. Lo mejor de su carrera fue fruto de la retribución de su deuda de amor con el cine clásico. Y tuvo lugar en el renacer de Hollywood con El Padrino (1972) y la irrupción de la generación autorreferencial de Allen, Coppola (con quien creó, junto a Friedkin, la productora de breve vida The Directors Company financiada por Paramount), Scorsese, Spielberg o Lucas, de la que él fue un distante compañero de viaje.
Después vinieron sus años negros: los fracasos de Una señorita rebelde (1974), pésima adaptación de Daisy Miller de H. James, Por fin, el gran amor (1975) y Así empezó Hollywood (1976), fallidos homenajes al musical clásico y los pioneros del cine, y Todos rieron (1981), una tragedia además de un fracaso porque se enamoró de su intérprete, Dorothy Stratten, una chica Playboy que fue asesinada por su amante y explotador cuando quiso abandonarlo por Bogdanovich. Solo Saint Jack (1979), homenaje al thriller moderno de Fuller, tiene interés en estos años de fracasos, ruina, tragedia y depresión.
Emergió relativamente en 1985 con Máscara y del todo en 1990 con Texasville, buena revisitación del universo de La última película, a las que siguieron las interesantes pero poco taquilleras Qué ruina de función (1992), Esa cosa llamada amor (1995), El maullido del gato (2002), en la que volvía al viejo Hollywood recreando la muerte del director T. H. Ince a manos de W. R. Hearst en su yate, en el que también viajaban Chaplin y Marion Davies, y –tras un par de documentales y un dramático televisivo sobre Natalie Wood– Lío en Broadway (2014). Se despidió a lo grande con el documental sobre Buster Keaton El gran Buster. El amor al cine clásico cerraba su carrera al igual que la abrió y nutrió lo mejor de su obra como crítico y director.
También te puede interesar
Lo último