El barril de Diógenes

Crítica libros

Manuel Gregorio González

24 de diciembre 2009 - 10:34

Fragmentos de un cuaderno manchado de vino. Charles Bukowski. Anagrama. Barcelona, 2009. 362 páginas. 17 euros.

Icono underground, monstruo anarquista, afiche contracultural de los 60-70, la escritura de Bukowski remite, no obstante, a una antigüedad remota. No es el erotismo de Miller o D. H. Lawrence lo que en él domina. Y tampoco la pesadumbre de Cèline y su Viaje al fin de la noche. Según postula Goethe, un hombre se define por sus afinidades electivas. Y éstas, en Bukowski, bien pudieran ser Walt Whitman, Dostoievski, Friedrich Nietzsche y la llama oracular de Zaratustra. O dicho de otro modo, en la obra de Bukowski aflora el mundo como prédica, la vida como enajenación, la escritura como un don visionario.

En efecto, Fragmentos de un cuaderno manchado de vino recoge ensayos y relatos del escritor germano-americano comprendidos entre 1944 y 1990. Y en todos ellos encontramos algo de anarco, algo de beat, algo de buda con los pantalones bajos que, sin embargo, ha descubierto la gloria y el estremecimiento de los puños. David S. Calonne, prologuista de estas páginas inéditas, no deja de señalar la cercanía de Bukowski a Fante, a William Saroyan, a la alegre itinerancia de los beat, antes de que los propios beat hollaran los caminos a pie descalzo. También recuerda Calonne el vago orientalismo de Bukowski, un singular despojamiento zen que luego adoptaría el movimiento hippie.

Sin embargo, más allá del magisterio optimista de Saroyan, más allá de la carnalidad electrizante de Henry Miller, lo que alienta en Bukowski es un pesimismo bíblico, una concepción levítica del Mal, cuya expiación viene dada por una escritura de raíz religiosa. Y no sólo religiosa por la constante referencia a Dios, al dolor de Jesús, al cruento enigma de la existencia; sino porque la propia forma que adoptan sus escritos remite a la letanía, al éxtasis delirante, a una mentalidad profética. Esta cosmovisión, a un tiempo enérgica y desesperada, procede indudablemente de Walt Whitman. Whitman es el Poeta-en-mangas-de-camisa, el hombre que ha conocido el dolor, el entusiasmo, la secreta respiración del mundo. Whitman es un creyente que ha confundido su fe con el escalofrío del agua.

De igual modo, la escritura de Bukowski reclama una imposible transcendencia. Bukowski injuria al universo, a la humanidad, y luego se inmerge en ella hasta la náusea, con la secreta esperanza de encontrar la pureza. ¿A qué si no reiterarnos su infortunio, su embriaguez, la agonía del sexo, como sin darle importancia, pero señalando constantemente la gratuidad del dolor y su vertiginoso abismo? Se ha dicho, no sin falta de razón, que la literatura de Bukowski tiene un sesgo adolescente, de rebeldía injustificada y gamberrismo a deshora. Pero esta petulancia airada de Bukowski es aquella misma que movió a Diógenes, desnudo en su barril, por la noche de Atenas. Se trata del orgullo, se trata de la voluntad, se trata de la conciencia demoníaca de un hombre que, sumido en el légamo, reclama al verdadero Hombre. Entonces fue Alejandro quien le tapaba el sol al viejo cínico. En Bukowski, es la vida misma, su abstrusa hilazón, quien le niega una vida más alta al poeta. Una vida en suspensión, a veces entrevista, suntuosa y brillante como la hierba, ligera como una brisa de verano.

El lirismo de Bukowski, su potencia poética, es aquella que emana de la soledad, sentida ya como orfandad primera, como intolerable injuria. Entonces, será el anacoreta, el hombre enloquecido, quien clame en el desierto. Poco importa que ese desierto sea la ciudad de Los Ángeles o el vasto arenal de Persia. Es el dolor contra lo inexcrutable; es la titánica fragilidad de un hombre solo, que ruega y que blasfema (dos formas de lo mismo) hacia lo alto. He aquí el orientalismo de Bukowski que señalaba Calonne: no el viaje interior, no un budismo apático y larvario; sino la cólera y el vértigo de Zaratustra.

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