‘El Bardo’, seis décadas de audacia
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Una muestra en la Biblioteca Infanta Elena recuerda el “hito” de una colección con raíces en Sevilla y que marcó el rumbo de la poesía española
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Una carta del Ministerio de Información y Turismo fechada en agosto de 1965 comunica que no se concede autorización para que se publique la obra Esquinas del olvido, el poemario con el que Francisco Vélez Nieto, entonces emigrante en Alemania, pensaba comenzar su carrera literaria. Acompañan a ese escrito, en la misma vitrina, otras notificaciones de la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos, enviadas en esos años: el Libro de Sinera, de Salvador Espriu, podrá mandarse a imprenta si se le suprimen unos cuantos versos; peor suerte corre la Antología 1956-1966 de Joaquín Horta, intervenida por la autoridad judicial. Los desencuentros que tuvo con la censura la colección El Bardo revelan la audacia y la amplitud de miras que caracterizó a los editores José Batlló y Amelia Romero, raras avis que desafían las convenciones publicando en catalán o gallego, denunciando la guerra de Vietnam o reivindicando la figura del Che Guevara en sus propuestas. "No era la poesía más aceptada durante el franquismo, era atrevida", apunta Fran G. Matute, el comisario de Un frente de poesía libre. A los 60 años de la fundación de El Bardo, una exposición que repasa en la Biblioteca Infanta Elena de Sevilla, con documentos y primeras ediciones, el que para Justo Navarro, director del Centro Andaluz de las Letras, es "un hito en la poesía de la segunda mitad del siglo XX" y de la "historia cultural, social e incluso política de este país".
La editorial arrancó en 1964 con La linterna sorda, de Gabriel Celaya, un volumen que se prepararía desde Barcelona, aunque ese deseo de abrir caminos había escrito sus primeros capítulos en Sevilla, donde años antes José Batlló y Alfonso Guerra llevaron a escena a Samuel Beckett –Final de partida– con la compañía teatral Hora Primera y crearon la revista La Trinchera. Frente de poesía libre. La capital andaluza era, bajo su oropel amigo de la tradición, un avispero de creatividad: Matute, de hecho, acabó implicado en esta exposición después de buscar el rastro del cubano Julio E. Miranda, un poeta beat que colgó los hábitos en Granada y ganó un premio en el que Alfonso Guerra ejercía de jurado.
El crítico y escritor Manuel Rico considera reveladora la elección de Celaya para el estreno de El Bardo:"Batlló apuntaba alto en cuanto a nombres y delimitaba una sensibilidad dominante: poesía de calidad que mirara al mundo. Es decir, inconformismo, apuesta por la libertad de creación y de expresión, huida de las convenciones asumiendo una inevitable pugna con la censura, compromiso cívico y literario, en definitiva". Abruma la lista de autores que vendrían después: Vicente Aleixandre, Pere Gimferrer –que entonces firmaba como Pedro–, Antonio Carvajal, Ángel González, Gloria Fuertes, José Agustín Goytisolo o Ana María Moix sólo fueron algunas de las voces a las que dio cobijo El Bardo. Gimferrer y Carvajal, como reconoce Amelia Romero en una entrevista realizada por Concha García, eran "dos perfectos desconocidos" en aquel momento, la prueba del "olfato que Batlló tuvo para la poesía".
Este escritor en los márgenes –al que pesó, según declaran Romero y Guerra en el catálogo de la muestra, que sus versos no fueran suficientemente reconocidos– demostró su sensibilidad y perspicacia en algunas antologías que componen, para Manuel Rico, "una suerte de cartografía de la vitalidad de la poesía española de aquellos años". Su interés en tender puentes trascendió su colección, pródiga en autores hispanoamericanos: hay poemas suyos en la revista procomunista italiana Il Canguro o en Éxodo, que dirigía Vélez Nieto en Frankfurt.
Entre el material que se ha reunido para la exposición, que puede verse en Sevilla hasta el 29 de mayo, destaca la correspondencia que Batlló mantuvo con Caballero Bonald y con Max Aub. José Jurado Morales cree que en el acercamiento a este último radica "uno de los méritos del editor: publicar en el tardofranquismo a un exiliado de la envergadura simbólica, literaria y política, de Max Aub". Las cartas con el autor de El laberinto mágico alcanzan una estimulante intimidad: al hacerle partícipe Batlló de las desastrosas cuentas de El Bardo, Aub sentencia, sin rodeos: "Es usted un mal editor, en el sentido económico".
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