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Autobiografía de mi padre | Crítica
Autobiografía de mi padre. Pierre Pachet. Traducción de Laura Salas. Periférica. Cáceres, 2021. 176 páginas. 16,75 euros
Escrita en 1985, veinte años después de la muerte de su padre, la Autobiografía de Pierre Pachet es un libro muy hermoso que ofrece a la vez la semblanza del padre y una especie de autorretrato indirecto del hijo, aunque este apenas comparece en un relato que le cede al primero la voz como una forma de póstumo homenaje. Desde el comienzo, el propio Pachet define su inquisición como un "extraño texto", nacido del dolor "físico y moral" que sintió cuando perdió a su padre, aunque por lo que parece su relación con él no fuera especialmente cordial ni tampoco muy estrecha. Qué es lo que había perdido exactamente, se pregunta el autor, antes de cederle al progenitor fallecido el testigo de la narración: "Por amor a la vida", responde, "me propuse buscarlo". Y esa búsqueda se diría que los cita de nuevo tanto tiempo después, como si aquel volviera a la vida. "La palabra de mi padre muerto reclamaba hablar a través de mí como no había hablado nunca, más allá de nuestras dos fuerzas reunidas", escribe Pachet, y a continuación se inicia el soliloquio, pulcramente traducido por Laura Salas, que empieza en un tono más o menos convencional y termina convertido en otra cosa.
Nacido en Besarabia, en la frontera entre Rusia, Ucrania y Rumanía, el padre de Pachet, Simcha Apashevsky, estudió en Odesa, emigró después a Francia –sobre todo por curiosidad, precisa, también para eludir el servicio militar en el Imperio ruso–, residió en Nancy, Burdeos, París y otras ciudades y adquirió la nacionalidad antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, ocultando su condición de judío durante la Ocupación alemana. Esa condición y uno de sus rasgos, el culto a la palabra, atraviesa todo el relato y le da una textura característica. Casado con la hija ya francesa de unos inmigrantes lituanos, es un médico bien formado, reflexivo e inquieto, con vocación frustrada de "intelectual puro", que no logra superar el desarraigo –íntimo y anterior, pero inevitablemente vinculado a la tragedia de la Shoah– y un creciente ensimismamiento, propio de un hombre que a juicio de los demás parece siempre ausente, sin vínculos emocionales con la familia que lo tolera o lo padece como a un desconocido. Aunque su nombre significa alegría en hebreo, del mismo modo, dice, que los apellidos de Freud y Joyce, su carácter taciturno inspira "burla, temor y piedad", de manera que su vida transcurre en una suerte de soledad acompañada, doblemente presa del pesimismo y la melancolía.
En un principio Pachet traza un recorrido factual, objetivista, que fía su fuerza evocadora a la "concatenación de los hechos", pero la linealidad se transforma en un asedio envolvente que involucra al lector y de algún modo lo interpela. En virtud de su ingenioso procedimiento, la Autobiografía puede leerse como una carta al padre o una carta al hijo, como señala en el Posfacio el editor Jean-Bertrand Pontalis, siendo por ello hasta cierto punto un libro "sin autor" o en el que la autoría se diluye o confunde por obra de la superposición de identidades. En esta deliberada ambigüedad, que sobrepasa la barrera de la muerte, residen el hechizo y la singularidad del relato, "un trabajo de autoanálisis o de autoscopia –así lo califica el narrador– realizado sobre un sujeto vivo o, mejor dicho, moribundo, lo cual viene a ser lo mismo".
El punto de vista frío, distante, y el estilo sencillo, desnudo y desprovisto de retórica, libre de expansiones sentimentales, varía con el declive de la edad, abordado con una intensidad lírica que de algún modo redime al protagonista, siendo así que una figura hasta entonces áspera adquiere, transformada por la enfermedad, un perfil más humano y vulnerable. La pérdida progresiva de la visión, el desgaste de la memoria y la noción del tiempo, un cierto desorden mental, se traducen en una desvinculación del mundo –es ya pura "vida interior"– y tienen su reflejo en el discurso, que se vuelve digresivo y discontinuo, a la vez que el pensamiento "se pierde en un espacio desconocido, incoherente, incomunicable". Vemos muy claramente en esta Autobiografía lo que Emmanuel Carrère, que calificó a Pachet como "uno de mis héroes en la vida real", ha llamado "su compromiso indiferente pero total con el oficio de vivir".
Años después de dar a conocer su lúcida y personalísima recreación del itinerario paterno, Pierre Pachet reincidió en la materia autobiográfica con libros dedicados a su mujer fallecida (Adieu, 2001), a su propia experiencia de la viudedad (L'Amour dans le temps, 2005) y a la pérdida de la memoria de su madre (Devant ma mère, 2007), pero fue sobre todo la primera de sus obras en esta línea, Autobiographie de mon père (1987), la que junto a los libros también pioneros de Annie Ernaux abrió toda una corriente a la que se adherirían en parte autores como Pierre Michon o sobre todo el citado Carrère, que con razón ha celebrado la "voz apagada y obstinada" de Pachet, "esa forma de mirar sin pestañear, un poco a la manera de Michaux, todo lo que constituye una experiencia humana". En manos de los mejores de sus cultivadores, que no son los que se dedican a recontar sus recuerdos sin contención ni distancia, estas que calificaríamos como autoficciones sin ego, volcadas en las vidas ajenas que conciernen a la propia, elevan un género malbaratado por la vanidad y el exhibicionismo.
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