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El arte de vivir la muerte | Crítica
El arte de vivir la muerte. Alejandro G. J. Peña. Berenice. Córdoba, 2024. 336 páginas. 23,00 €
La muerte es un elemento decisivo e imprescindible a la hora de conocer el sistema de cualquier cultura. Se trata de un acontecimiento que inevitable nos afecta, y que por tanto a todos nos pertenece. Claro que cada sociedad la interpretará según sus códigos, sus ritos o sus tradiciones. Pero lo sustantivo, el acontecimiento, el fin de la vida, siempre estará presente. Ya sea aquí o allá.
El profesor y escritor malagueño Alejandro G. J. Peña, doctor en Filosofía por la Universidad de Sevilla, acaba de publicar un ensayo –exhaustivo, erudito y de ecos académicos- en el que se ocupa de ese fenómeno, universal y sabido, enigmático y particular, de la muerte.
El autor, profesor en la Universidad Internacional de La Rioja, reflexiona en El arte de vivir la muerte acerca del sentido de esta. Y formula las siguientes preguntas: ¿nuestra biografía concluye el día que morimos? ¿El arte –tal como asegura el tópico- es una solución para alcanzar la inmortalidad? ¿Qué relaciona amor y muerte? ¿Qué supuso la pandemia respecto de nuestra relación con los muertos? ¿Es todo esto un tema tabú en una época en la que prevalece lo individual, lo pragmático, lo hedonista?
Para responderlas, el ensayista –que además ejerce de poeta, cualidad que ayuda- recupera una considerable nómina de voces que contribuyen a esclarecer el significado de la muerte. Escritores como Kundera o Turguénev; pensadores como Markus Gabriel o María Zambrano; poetas como Miguel Hernández, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Rilke o Hölderlin. Autores que, desde el poema o desde la filosofía –esas dos disciplinas que en tanto convergen-, nos acompañan en un itinerario contradictoriamente vivo y acaso infinito. No sé si se puede acabar esta tarea de definir a la muerte. Una palabra que tendrá tantas acepciones como personas la pronuncien. Hay una muerte reservada para cada uno. Y cada uno reservará su visión del asunto.
¿Es la muerte, en nuestras sociedades occidentales, una verdad sin presencia? ¿Es un asunto que se evita? ¿Un hecho que procuramos no recordar? Alejandro G. J. Peña así lo considera. Al menos si lo comparamos con los contextos de siglos pasados, en especial en la Edad Media, donde no era –nos cuenta el autor- extraño ver un cuerpo en estado de putrefacción en lo que hoy llamaríamos, en el lenguaje cursi de nuestro tiempo, un espacio público. La muerte hoy día no es un elemento constitutivo en nuestras vidas, como puede ser el ocio. No: hoy día preferimos la distracción, la evasión, el disfrute; y apartamos, quizá a causa de la secularización y la pérdida de influencia del catolicismo, la imagen de la muerte –su insoportable carga-. Hay quien ve en esta coyuntura una ventaja y hay quien lo entiende como un signo de deterioro. Pero ese debate no es el nuestro. Si acaso lo será de los lectores de este ensayo.
La muerte es sinónimo de horror. Esto es un lugar común. Cuánta ficción se ha servido de este tema para provocar en un tercero esa sensación, angustiosa y a veces irracional, del miedo. Sí: la muerte nos aterra. Pero ¿por qué? Es otra pregunta cuya respuesta, según Alejandro G. J. Peña, obedece a tres motivos. El primero: por “la incertidumbre que rodea a la muerte, lo que de incierto ésta tiene” y también por “la posibilidad de morir (…) que infunde horror por estas permanentemente presente”. Es decir: la muerte causa terror por su eterna presencia, por su capacidad de ocurrir en cualquier momento, de manera inesperada. Puede ser hoy o mañana cuando perdamos la vida. O cuando un ser querido o un familiar la pierda. El segundo motivo que aporta el autor: “La desaparición del yo, de uno mismo”. Y añade: “Que la muerte arrase con el yo, sin más, sin razón convincente, es ser humillantemente derrotado”. A estas reflexiones, G. J. Peña suma un certero texto de Julián Marías, que concluye así: “Cuando llega la muerte, allí se detiene la convivencia del testigo, y solo queda la gran presencia muda de ella. Esto da la absoluta soledad de la muerte, que tiene que morir cada cual sin compañía, y es la raíz de la más honda desesperación al ver morir a una persona que se quiere como propia. Esta es la verdadera impotencia, no el no poder salvar, sino no poder estar con el que muere”. El tercer motivo: la insignificancia de nuestra muerte. Somos conscientes de que apenas repararán en nosotros cuando muramos. Es una certeza cruel y dura, sin duda. Pero una certeza indiscutible.
Hay otra reflexión que Alejandro G. J. Peña trata y que merece ser traída. Sobre todo por las implicaciones, es decir, los debates, que propicia. ¿El final de nuestra biografía es el fin de nuestra vida? El autor no lo tiene claro. Nosotros, al leer sus razones, tampoco. Nos convence G. J. Peña al argumentar que la interrupción de nuestra vida –mejor dicho, del relato de nuestra vida- no significa el final de nuestra existencia. Esta seguirá, nos explica el pensador malagueño, mientras haya alguien que nos recuerde. O alguien que nos lea –en el que caso de ser escritores- o en alguien que nos celebre –en el que caso de ser artista-. Nuestro cuerpo está ya inerte, pero no la memoria que hayamos dejado en lo ajeno. De hecho, la memoria seguirá viva hasta el punto de que otros fabricarán con esta una imagen propia, que por supuesto no tiene por qué ser una imagen fidedigna de lo que un día fuimos.
Esta idea está relacionada con la tópica tesis de que el arte nos sobrevive, de que este es un camino hacia la inmortalidad –perdón por lo solemne-. Pero Alejandro G. J. Peña, que en otras ocasiones dispersa los argumentos, aquí acierta, en síntesis expresiva y depuración conceptual –perdón de nuevo por lo solemne-. El autor toma una reflexión consabida y nos la presenta aseada y con una muda de estreno. Sí: el cine, la literatura y otras disciplinas artísticas nos pueden guardar asiento en lo inmortal. G. J. Peña nos lo argumenta. Con una lógica en absoluto previsible.
El arte de vivir la muerte es una recopilación, concisa y completa, de una inevitable verdad que a todos nos concierne. Una inevitable verdad –un asunto de vida y muerte- que Alejandro G. J. Peña define a través de la literatura y la filosofía.
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