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El arte del silencio

Síndrome expresivo 76

El escritor japonés Haruki Murakami / Europa Press

La obra literaria del japonés Haruki Murakami suscita siempre un debate enconado entre el fervor incondicional de millones de lectores en cualquier rincón del mundo y la crítica descarnada de aquellos que denuncian la previsibilidad de una narrativa marcada por el ombliguismo del autor. Por supuesto, no seré yo quien intenté templar los ánimos entre unos y otros contendientes. Bastante tengo ya con darle a la tecla como para provocar la ira de intelectuales con un paladar literario tan exigente.

Hoy, me detengo en Murakami, porque siempre he admirado una cualidad de sus personajes de ficción que los hace únicos y especiales. Esa virtud es el dominio del silencio en las relaciones sociales. Parece que han aprendido a callar, como fórmula maestra para hablar de forma concisa y certera. El silencio precede a la palabra. La escucha activa y respetuosa da paso a la intervención mesurada y precisa. El silencio dignifica el valor del emisor y la calidad de sus reflexiones en la conversación sosegada. Estoy seguro de que, desde niños, los japoneses han comprendido la utilidad suprema del silencio frente al vacío de la palabra estéril. Como afirmaba Georges Clemenceau, “manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra”.

Silencio en el país asiático y cultura bullanguera en cada uno de los rincones de nuestra querida piel de toro. Aquí, se festeja al charlatán endiosado de sonrisa impostada, al vendedor de humo de verso hipnótico y hueco, al todólogo que todo lo sabe y todo lo habla, al cotilla y envidioso que murmura entre dientes las desgracias del vecino, al creador de la burbuja palabrera, al sepulturero de la opinión ajena. En mi tierra, el que calla otorga o algo tendrá que ocultar cuando está tan callado. El silencio es la cualidad básica del subalterno en el trabajo, del débil en el grupo de amigos, del apocado en las relaciones sociales. Odiamos el silencio. Por este motivo, llenamos nuestras vidas de ruido y distracciones.

En la sala de profesores, muchos compañeros llegan exhaustos tras una hora de clase plagada de continuas interrupciones y cuchicheos de los alumnos. El adolescente no soporta el silencio en el aprendizaje. El joven se rebela ante la escucha activa del adulto trasnochado. Desconecta en cinco minutos. El profesor lo aburre con unos conceptos inútiles para la vida.

La materia académica es ajena al parque temático de recursos tecnológicos al alcance de la mano. “Me aburro, profe. No consigo estar callado. Usted siga monologando”.

Ante tal panorama de ruido, algunos compañeros nos detenemos un momento para denunciar la paradoja del mundo contemporáneo. Al fin y al cabo, los alumnos son el espejo de una sociedad que los alimenta y los educa según unas pautas de comportamiento aceptadas por la mayoría. Así, los autobuses zigzaguean por el entramado de calles y avenidas atestados de un público esclavo del silencio. Expresiones hieráticas concentradas en la lectura del último tuit esquelético. Ojos entrecerrados por el disfrute del último baile viral en TikTok. Silencio social. Sin embargo, el sufrimiento y la angustia de la incertidumbre en la sala de espera de cualquier centro hospitalario conviven con el ruido de las conversaciones ilimitadas. Mientras viajamos en el transporte público, callamos para evitar compartir la vida con el vecino. Cuando nos enfrentamos al dolor, violamos la intimidad del otro con nuestros politonos estridentes, los vídeos absurdos a todo volumen o el grito en el parloteo telefónico. Paradojas de la vida.

El silencio no está de moda, curioso lector. Como consecuencia, en las aulas de nuestro país predomina la repetición constante de conceptos y procedimientos en la vorágine de la interrupción constante por parte de los alumnos. El profesor habla y el alumno también. Es sorprendente (y habitual) constatar cómo se entrecruzan las conversaciones paralelas a la explicación del docente. Amoríos y algoritmos. Cotilleos y géneros literarios. Lamentos y genética molecular. ¿Solución? El profesor exhibe la varita mágica tecnológica: proyecta una diapositiva multicolor o un vídeo emocionante y musical. Silencio total. ¡Que nadie ose interrumpir a la máquina!

¿Se puede superar?

En la vida diaria, el silencio puede interpretarse como un signo de debilidad o nerviosismo. Sin embargo, los fundamentos de la oratoria nos alertan sobre la importancia del manejo de los silencios en la exposición pública de cualquier contenido. Las pausas justas benefician el respiro del oyente y evitan el bloqueo en la asimilación de los conceptos o argumentos. El cerebro del público agradece el respiro de la pausa y, al mismo tiempo, percibe la habilidad del emisor para crear cierto clima de tensión o énfasis.

Los oradores eficaces son capaces de marcar las ideas principales del discurso con unos silencios estudiados. El ritmo de una exposición oral no se improvisa, querido lector. Una pausa de tres segundos es suficiente para introducir una pregunta clave, una idea provocadora o para dejar abierta la reflexión personal del auditorio. Tres segundos para que el receptor distraído comprenda que es ahora cuando llega la esencia del discurso. ¡Te estoy hablando a ti! Tres segundos para que aquellos rostros somnolientos se preparen para recibir el puñetazo conceptual en forma de lección de vida. ¡Despierta!

Consejo final. El paso del tiempo reconcilia a los seres humanos con el silencio. La lectura de un libro, la admiración de una pintura, el disfrute de una pieza musical, las ensoñaciones brotadas de un horizonte despejado, la respiración de un recién nacido, la conciencia de las debilidades personales o los retos épicos del adolescente rebelde necesitan el silencio. Todos conocemos a muchos necios que no escuchan a nadie. Seamos sabios por un día y escuchemos al silencio. Vale.

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