El arte de la ligereza

La ligereza | Crítica

El colombiano Juan Cárdenas reivindica en un ensayo publicado por Periférica la virtud de la liviandad. “El gran arte siempre parece flotar”, asegura el autor en una obra en la que la ligereza nunca es frívola, pero sí política

Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978).
Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978). / Lisbeth Salas
César de Bordons

04 de agosto 2024 - 06:35

La ficha

La ligereza. Juan Cárdenas. Periférica. Cáceres, 2024. 136 páginas. 13,50 euros.

He leído con mucho interés el último libro del escritor colombiano Juan Cárdenas (Popayán, 1978), llamado La ligereza y publicado en la que es su casa habitual, Periférica. Cárdenas, que es uno de los novelistas colombianos contemporáneos más importantes, explora esta vez el género del ensayo autobiográfico para trazar las líneas generales de una teoría del arte que resulta imposible no compartir: “Todo gran arte trae consigo la marca de la ligereza. No importa cuán pesado luzca, no importa si sus procedimientos o sus materiales –dice– evocan el fárrago o la mole. El gran arte siempre parece flotar, cosa tanto más sorprendente si se trata de objetos voluminosos: las catedrales góticas, como naves espaciales a punto de despegar; los párrafos de Rabelais y Cervantes; cualquier página de Onetti; las conversaciones diabólicas de Thomas Mann; la composición abisal de Velázquez; los edificios de Lina Bo Bardi”.

Supongo que la nómina es variable y al gusto, sin desmerecer por ello la vocación universal de la ligereza del arte. Rabelais y Cervantes dan ganas de jugar; los edificios de Lina Bo Bardi dan miedo y su ligereza se encuentra en otro lugar, quizás en esa melancolía de hormigón que los que hemos crecido en los soportales de Reina Mercedes, en Sevilla, podemos entrever. Cárdenas matiza muy claramente que ligereza y frivolidad no son lo mismo, y explica que el arte ligero es además político. Político no quiere decir que hable de política; “exponer una doctrina de moda bajo las fórmulas muertas de la modernidad no es hacer política, mucho menos arte. En nuestros tiempos casi nada de lo que se considera militante es capaz de flotar. Y la cursilería todavía menos, porque lo cursi es, por definición, frívolo”.

Quizás no es tan fácil llegar a un acuerdo sobre la ligereza, en especial sobre qué obras y qué artistas son los ligeros, pero todos hemos vivido experiencias de pesadez artística, y el texto de Cárdenas resulta iluminador precisamente por aquellos lugares que deja en penumbra. Me ha traído al recuerdo esas lecturas forzosas voluntarias que hacemos de adolescentes guiados por una intuición física más que por un criterio literario aún improbable. Esto es, por otra parte, un comportamiento repetido en todas las cosas de esa edad y lleva a la constatación de la pesadez o la ligereza en todos los ámbitos de la vida.

No es fácil llegar a un acuerdo sobre la ligereza en el arte, qué obras y qué artistas son los ligeros

Mi conocimiento callado de la pesadez fue la poesía de la experiencia, y en prosa –y en esto chocaré con el admirado Cárdenas– el realismo mágico. Muy poco tienen que ver, con la salvedad de esa ostentosa humildad de la superioridad moral, los dos movimientos –es exacta la palabra–, pero es el propio Cárdenas quien recuerda unas frases de Pier Paolo Pasolini a propósito de Cien años de soledad que en verdad sirven para ambos. “Tal esfuerzo por simplificar –escribe el director del Decamerón–, por hacerlo todo comunicable y alejado de los problemas reales, termina volviéndose una atroz forma de adulación del patrón: así, y para decirlo con sus propias palabras, el guionista, aun despreciando al patrón, y hasta por el hecho de verse obligado por él a un comportamiento miserable, se hace rufián a la par suya”.

Cárdenas defiende ardorosamente a García Márquez y carga, creo que de forma no del todo justa, contra Pasolini. Hemos dado con dos autores poco asequibles para la teoría, incluso la de la ligereza. Hubo una época en que Mario Vargas Llosa mostraba, o afectaba, mucha admiración por García Márquez –ya rotas las relaciones–, y creo que era una forma de dejar claro, caballerosamente, que sabía que el tiempo se acabaría tragando al primero de los dos que ganó el Nobel, y que no pasaba nada por dar un reconocimiento temporal a quien no lo tendría en el cielo. Hablando del cielo, aunque sea el laico, Pasolini sirve también para despertar a otro fantasma de la teoría literaria, y que nos viene bien incluso para la española experiencia. ¿Un buen poeta debe ser un buen ciudadano? Es cierto que Pasolini creía en una utopía erótico-socialista (“nostalgia de la gente pobre y verdadera que luchaba por derribar al patrón, pero sin transformarse en ese patrón”, cita Cárdenas) que hoy disfrutamos en sus películas, pero que tenía también una cara sórdida que el mismo Pasolini alimentaba y cuyos ingredientes se confabularon para asesinarlo. Pasolini fue una víctima, y creo que no es exagerado decir que también fue un mártir, o al menos alguien que creía en lo que decía y escribía hasta el punto de exponerse a que lo mataran por ello. Ni la más mágica fantasía invita a pensar algo semejante de García Márquez.

Pero más allá de las preferencias y seguridades íntimas, hay sin duda un misterio en la obra de arte que nos evoca la ligereza, el juego e incluso el buen humor a pesar de las circunstancias opresivas que puedan rodear o inspirar la novela, el edificio o la sonata. Indiferente quizás a ellos, somos nosotros su único dueño. Cárdenas ensayista, novelista y hasta diarista se aproxima a él con la certeza –y no la pesadez– de un compromiso personal.

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