El todo que arrasa
Fábulas de Albión edita 'Jagannath', de Karin Tidbeck, ganador del William L. Crawford Fantasy Award.
Jagannath. Karin Tidbeck. Trad. Carmen Montes, Marian Womack. Fábulas de Albión. Madrid, 2014. 192 págs. 20 euros
Hace poco alguien me decía, o yo leía en algún sitio, que gran parte de la ficción, el lore y la manera de asumir el mundo escandinavas se debe a esa condición inevitablemente liminar que les da su geografía: el pasar gran parte del tiempo en crepúsculo, en la luz difusa de un amanecer o un anochecer constante, invita a que larve una sensación de expectación e incertidumbre constante. La puerta, como si dijéramos, está siempre abierta.
Los cuentos que Karin Tidbeck (Estocolmo, 1977), reúne en Jagannath -ganador del William L. Crawford Fantasy Award- tienen razón de ser en esta clave de penumbra, es ese el líquido amniótico en el que se mueven sus textos, todos ellos buceando por los distintos palos de lo fantástico. Desde el terror o el incómodo surrealismo kafkiano (Rebecka, ¿Quién es Arvid Pekon?) hasta relatos que podrían entrar en la ciencia-ficción pura (Jagannath, El complejo de vacaciones Brita, tan buenos hijos de Bradbury) o el puro steampunk (Beatrice). Lo imposible, lo inverosímil, lo que podríamos abrazar como fantástico tensa las costuras de la realidad que plantea Karin Tidbeck -quizá de ahí ese epígrafe absoluto del Jagannath, aquello que lo llena todo, que irrumpe y lo abarca todo-. Y el gran mérito quizá esté en que Tidbeck tiene el don de meternos en esas costuras a punto de estallar sin una réplica: uno tiene la sensación de que las historias que cuenta, simplemente, son. Lo imposible es posible, por supuesto, y ha de ser justo así, como aquí me dicen.
Tidbeck nos conduce con mano hábil a través de ese luscofusco que tejen todas sus historias -un pulso que no se pierde y que tiene mucho que agradecer a la fluida traducción de Carmen Montes y Marian Womack-, pero encuentra especial aliento en aquellos relatos que beben de esa zona liminar en la que tienen su naturaleza. En aquellos textos en los que lo feérico salta por sus páginas en ese código incomprensible, oscuro y a veces divertido que nos presentan los mundos de hadas descubiertos por Susanna Clarke y Neil Gaiman: La señorita Nyberg y yo, el mismo El complejo de vacaciones Brita y, sobre todo, Augusta Prima y Tías, que se entrelazan bordeando lo terrible. "Hay dos mundos que están uno encima del otro -se explica, nos explica la autora en Augusta Prima-. El primero es la tierra del Día, que pertenece a los humanos. El segundo es la tierra de Penumbra, que pertenece a las criaturas libres y de la que los bosques no son sino un pequeño territorio".
Otros de estos cuentos - Cartas a Ove Lindström, La montaña de los renos, Pyret- beben directamente del folklore escandinavo, en una urdimbre que hace que esos seres de penumbra sean más auténticos que nunca, más actuales que nunca, más atávicos que nunca. Cuando Tidbeck habla de las gentes de la vittra en La montaña de los renos, lo hace siguiendo un patrón de historia clásico, con unos referentes clásicos -unos seres fantásticos tan parecidos al sidhe irlandés, que viven en las colinas y que sienten una predilección especial por el color rojo- pero no pierde, en ningún momento, ese velo de actualidad, de vigencia: lo increíble, insiste, es creíble.
De entre todos, Mermelada de mora ártica quizá sea la huella dactilar del libro. Reúne varios de los temas que van armando, sin uno darse cuenta, el corazón o, más bien, el esqueleto cáustico de este conjunto de historias, esto es: lo inesperado, el aislamiento, la soledad, la expectación en lo mágico, la creación, el arraigo o la extrañeza, la sangre imposible.
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