Las armas y las letras

Una biografía novelada se acerca a las andanzas del poeta, diplomático y soldado Diego Hurtado de Mendoza.

Sobre estas líneas, la cubierta del libro; abajo, retrato anónimo de Hurtado  de Mendoza (Granada, 1503/04-Madrid, 1575) que se conserva en El Prado.
Sobre estas líneas, la cubierta del libro; abajo, retrato anónimo de Hurtado de Mendoza (Granada, 1503/04-Madrid, 1575) que se conserva en El Prado.
Manuel Gregorio González

09 de marzo 2014 - 05:00

Diego Hurtado de Mendoza, el hombre del emperador. Carlos Ballesta. Almed. Granada, 2013. 286 págs. 20 euros.

En Diego Hurtado de Mendoza se acrisola, felizmente, un lugar común del XVI, al que también respondieron Garcilaso, Cervantes, don Juan de Tassis y la insularidad grave y turbulenta de Quevedo: las armas y las letras, la noble servidumbre a Marte y a Minerva. Bien es verdad que Garcilaso murió en una escaramuza vana; y que las prisiones e infortunios de Cervantes y Quevedo ensombrecen la grave ejecutoria de este doble magisterio. Como embajador de Carlos V, Hurtado de Mendoza prestó sus servicios en Londres, Venecia y Roma; como hombre de armas, se distinguió en Pavía y San Quintín; como erudito y bibliófilo, reunió una importante biblioteca, luego legada a Felipe II, en la que se hizo acopio de obras de la Antigüedad pagana, traídas de los viejos dominios de Constantinopla, entonces en poder de Suleimán el Magnífico. Como hombre de letras, Hurtado de Mendoza fue un celebrado poeta al que más tarde se le atribuiría, nada menos, que la paternidad del Lazarillo de Tormes.

Con este extraordinario personaje del Renacimiento español, Carlos Ballesta ha compuesto una novela de aventuras, con un uso libre e imaginativo de los datos históricos, en la que a sus funciones de embajador, Hurtado de Mendoza añadirá la de investigador de una ambiciosa conspiración cuyo objetivo es la eliminación del rey de España. En dicha conspiración se verán envueltos, de un modo u otro, el propio Hurtado de Mendoza y destacados personajes de aquella hora. No en vano, el siglo de Mendoza también lo es de Lutero, de Calvino, de Erasmo, de Montaigne, de Miguel Servet, de Francisco I, de Pablo III y de Suleimán el Magnífico. Vale decir, es el siglo de la dramática escisión religiosa que dividirá perdurablemente a Europa tras el Concilio de Trento. A esta formidable nómina hay que añadir al desdichado infante don Carlos, hijo de Felipe II, cuya enfermedad le llevará prematuramente a la tumba, y cuyo destino, ya en el XVIII de Schiller y el XIX de Verdi, servirá para dilatar la leyenda negra española, desmentida con posterioridad por Braudel, Bataillon, Febvre, etcétera, así como por la reciente historiografía británica.

Sea como fuere, la cuestión más destacada en esta novela, aparte la mencionada conspiración y el importante papel de Mendoza en la alianza con Venecia y el Concilio de Trento, es el frágil equilibrio religioso en tierras de Granada, y cuyo episodio más sangriento es el que se narra al final de estas páginas: la sublevación de las Alpujarras y su posterior represión, que acabaría con el destierro o la esclavitud de los supervivientes. En cierto modo, ese es el tema que ocupa y sustenta toda la obra de Ballesta: el odio religioso y su colofón de sangre. Ahí, la grave humanidad de Hurtado de Mendoza, que tomó parte en aquellos hechos, quizá se viera superada por la inmediata violencia, por la espantosa realidad de la contienda.

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