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En Fata Morgana, el relato que abre el nuevo libro de Diego Vaya (Sevilla, 1980), una madre y una hija se mudan a una casa en la que han acabado gracias a una oferta inmobiliaria. El inmueble resultará ser un lugar inhóspito en el que se suceden los fenómenos extraños -habitaciones que se cierran inesperadamente, ruidos indescifrables-, pero esa atmósfera opresiva y delirante parece casi una prolongación de la tensa convivencia, marcada por la incomprensión y el recelo, que ya arrastraban las dos mujeres.
Arde hasta el fin, Babel, editada por Maclein y Parker, la obra por la que Vaya es finalista al Premio Andalucía de la Crítica, dispone un catálogo de narraciones inquietantes, plagadas de sucesos extraordinarios, donde la mayor extrañeza tal vez resida en la intensa y dolorosa humanidad de sus personajes.
"Quería hablar de los miedos, de los miedos reales y los imaginarios, de sentimientos como la soledad y la incomunicación", indica el autor sobre un libro en el que el ambiente perturbador es "casi un personaje más" y en el que abundan las desapariciones. "Hay mucha gente desaparecida en España, gente que se evapora en el aire y de la que no vuelve a saberse nada. Me interesaba contar esas historias", manifiesta el escritor, ganador entre otros reconocimientos del Premio Universidad de Sevilla de Novela o el Vicente Núñez de Poesía.
Vaya plantea a menudo sus cuentos como ambiciosos puzles ante los que el lector debe recomponer las piezas. Entradas de diario, correos electrónicos y declaraciones de testigos que no atinan a explicarse qué ha ocurrido exactamente o incluso biografías de escritores de los que se repasa su vida y obra van trenzando una obra en la que "situaciones y paisajes", entre ellos un pueblo con el índice más alto de suicidios del país, se repiten entre las distintas narraciones.
"La redacción de este libro fue peculiar", observa su creador. "Yo estaba escribiendo una novela, pero ésta empezó a bifurcarse y a tener ramificaciones. Me encontré con personajes que empezaban a cobrar vida propia, tanto como para hacer relatos con ellos. Fui juntando las piezas y jugando: me apetecía que el libro estuviera a medio camino entre el conjunto de cuentos y una falsa novela, quería también probar voces y formas de contar, explorar la perspectiva de los personajes... Tal vez sea verdad que es la narrativa breve el género donde los escritores experimentamos", argumenta.
El desasosiego que impregna sus páginas echa raíces a menudo en la realidad, y, entre otras cuestiones, Arde hasta el fin, Babel aborda "los horrores de la tecnología, esa extrañeza de estar comunicándote con un desconocido por una webcam, o cómo afectan los medios de comunicación a nuestras vidas", prosigue Vaya. "Esto es como una entrada a esos antiguos circos de los horrores que satisfacían la curiosidad más cruel", lamenta el protagonista del relato Las horas muertas, empleado en un programa donde la carnaza, el retrato de "las degradaciones físicas y mentales", brindan "un viaje low cost a los espectadores". En el primero de los cuentos, el antes mencionado Fata Morgana, Vaya trata también el espanto en que puede convertirse "adquirir una casa. Antes de la crisis la gente se lanzaba a comprar sin medir las consecuencias, se hipotecaba de por vida sin saber qué iba a encontrarse".
Vaya elige a menudo como personajes a creadores, pero esta circunstancia no se debe precisamente a la admiración por ellos: habitan estas historias, entre otros, un escultor brutal que pertenece a un linaje de asesinos y que llega a cortarse la mano o un pintor despreciable que firma sus obras sin ser el autor. "Me da la sensación de que se suelen asociar el bien y la belleza con el arte, pero Picasso o Céline no eran, por ejemplo, personas ejemplares. Quería romper esa idea de que los artistas sólo aportan cosas buenas, porque no es necesariamente así", asegura. "Sabandijas, sanguijuelas y parásitos", así se califican en La obra maestra, un relato curiosamente dedicado a Luis Gordillo, sobre el que Vaya publicó un ensayo, Gordillo, insularidad e inconformismo, en cuya continuación trabaja. "Pero se lo dedico porque él y su mujer, Pilar, son lo contrario, poseen un compromiso y una honestidad impresionantes. A pesar de que tiene 84 años, Luis es uno de los pintores más jóvenes que conozco".
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