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RELATOS. Félix de Azúa. Cátedra. Madrid, 2016. 336 páginas. 12,80 euros.
La trayectoria literaria de Félix de Azúa (Barcelona, 1944) es ya lo suficientemente larga para que la proyección pública de su figura multifacética ("poliédrica" se dice ahora) haya pasado por distintos estadios. El último, que parece imponerse sobre los anteriores, es el del Azúa columnista, que no evita las polémicas (con algunas salidas de tono, por usar un título suyo, como una reciente con la alcaldesa de su ciudad natal), que se ha enfrentado al nacionalismo imperante en Cataluña hasta el punto de decidir exiliarse en Madrid (conviene llamar a las cosas por su nombre, y exilio es, mal que les pese a quienes callan, por complicidad o por cobardía) y que, desde las puertas de la vejez, osa señalar en la plaza pública y sin ambages los disparates y simplezas de nuestra época. Esta imagen preponderante tal vez esté contribuyendo a ensombrecer la del Azúa narrador, uno de los escritores con más talento narrativo de entre sus contemporáneos (y quizá pueda objetársele que ese talento no haya sido explotado a fondo), del que, tras la reciente reedición de su novela de 1984 Mansura (Reino de Redonda, 2015), es buena muestra el libro aquí reseñado: Relatos.
Bajo este clásico título el editor del libro, Mario Crespo, que firma un extenso y exhaustivamente informado prólogo de unas 130 páginas, además de sembrar el texto con muchas pertinentes notas (y otras no tanto: ¿hay lectores de la benemérita colección Letras Hispánicas que en verdad necesiten que se les diga, por ejemplo, que Julien Sorel es el protagonista de Rojo y negro?), recopila la obra cuentística de Azúa, hasta ahora dispersa en volúmenes colectivos, revistas de difícil acceso y volanderas hojas de algún diario nacional. Las 18 piezas recogidas abarcan un periodo temporal de casi 40 años y van desde textos experimentales, un punto beckettianos y algo envejecidos, como El ocaso de los dioses o Y desde aquella hora el discípulo la recibió en otra casa, hasta trabajos recientes, como Para consolar a los viajeros o El padre de sus hijos. El punto de inflexión del volumen, para el lector no interesado en labores de arqueología filológica, lo constituye el relato Quien se vio (que junto a otros de Javier Marías y Vicente Molina Foix integró Tres cuentos didácticos, editado en los estertores del franquismo). En ese relato, más largo que los precedentes, no sólo está ya el Azúa juguetón e irónico que corre por debajo de todos los textos del libro, sino también el portentoso narrador capaz de construir en 40 páginas una obra caracterizada por el grand style del que hablaba Juan Benet en su ensayo La inspiración y el estilo (obra que marcó a no pocos escritores de su generación, como Enrique Murillo, Fernández de Castro o el citado Marías, entre otros). Ese gran estilo que, más allá del costumbrismo que cuenta por acumulación, con las paletadas de mortero de la prosa sonajero de tanta literatura española, narra desde una prosa estructurada, con cimientos, lo que se quiera.
Al nivel de los mejores clásicos de relatos de terror o fantásticos anglosajones de cualquier época se encuentra Herédame, sin lugar a dudas el mejor de la recopilación, obra maestra que no desmerece la comparación con cuentos similares de Benet, Fernández Cubas, Henry James o el otro James, MR. Un relato que con dosis justas de información y una sabia construcción va llevando al lector hasta su escalofriante final. Uno desconoce si esta obra figura en alguna antología del género en español del siglo XX, o de relatos hispánicos de terror o fantásticos, pero que a partir de ahora no lo haga hablará poco o mal de esa hipotética antología.
Junto a este cuento figura una serie de obras en las que, sin rebajar un ápice el afán de estilo, Azúa cuenta estupendas historias de variadas extensiones. Así en Una contienda indaga en los odios latentes que sustentan a tantas familias, que quizá sean el soporte último que las mantiene vivas, o desunidamente juntas, y lo hace sin abandonar su lado humorístico, un punto grotesco (tal vez sería mejor decir goyesco). Así en La verdad está arriba o Lunares, partiendo de hechos en apariencia autobiográficos, levanta acta de los paraísos perdidos de la niñez. Así en El trencadizo (quizá suene mejor su eufónico título en catalán: El trencadís), un absorto Gaudí manda a su maestro de obras que busque azulejos con el color exacto de la misericordia divina y monta en cólera cuando su ayudante los encuentra sólo de la tonalidad de la misericordia humana. De la humanidad y de la misericordia y de sus distintas coloraciones escribe de manera sobresaliente Félix de Azúa en un par de puñados de los relatos recogidos en este volumen. Y en otros pocos lo hace hasta divinamente.
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