Sobre una antigua hoguera

Literatura

Escritor vanguardista, volvió la vista a unas costumbres que se agostaban ya, mediado el XX, sobre el lienzo de la meseta

Manuel Gregorio González

13 de marzo 2010 - 08:52

Don Miguel Delibes, vieja llama que aún arde, dio en traer junto a la España en agraz, junto al lar desmedrado de Castilla, toda la urgencia que su siglo había metido en las imprentas. Así, sobre su oficio de director de periódico (memorable El Norte de Castilla), se sobrepuso éste de escritor vanguardista, de novelista impar, vuelta la vista a unas costumbres que se agostaban ya, mediado el XX, sobre el lienzo de la meseta, pero contadas con la complejidad y el aturdimiento que, a veces, como un cierzo maligno, hacen al hombre ciego para el hombre.

Delibes, nadie lo ignora, viene del alto padrinazgo de Cela y sus novelas andariegas, minuciosas, de un raro documentalismo. Ambos, no obstante, han tomado sus armas de aquel 98 que había convertido a España en tema literario y nebulosa inquietud, vacante por el pecho. A diferencia de aquellos viejos próceres, sumidos en la llama de un vago reformismo, Cela y Delibes, junto con Aldecoa, Martín Santos, García Pavón, Ferlosio, Marsé y tantos otros, no hacen sino desplegar ante el lector el mapa humano de un país abatido por la guerra, misérrimo y pugnaz, y ello con la pericia narrativa, con la investigación formal que las nuevas técnicas habían traído a la novela. En efecto, desde Unamuno sabemos que fondo y forma son la misma cosa; y es este mecano inaprehensible, la forma barajando nuevamente la vida, un fondo innominado que asoma a otras veredas, lo que encontramos ejemplarmente, como aciago sortilegio, en Los santos inocentes.

No quiere esto decir que Delibes, que tantos temas trató, que tantas vidas sin luz trajo a las letras, sea un escritor rural. En Las ratas, en El disputado voto del señor Cayo, también en La sombra del ciprés es alargada, lo que se apronta es el paso de una España a otra, del agro a las ciudades, y el mundo crepuscular, un mundo delicado y complejísimo, que entonces muere. Todo ese idioma apegado a la siembra; los numerosos hombres que aprendieron el silbo de los mirlos y el oscuro lenguaje de las arboledas, tienen aquí su lugar prominente. Delibes, así, no hacía más que dar voz a quienes no la tuvieron; a quienes alentaron a la sombra de otras voces más altas. Ya sea la voz brutal del niño bobo, que en la noche brama su desconsuelo (dolorosa y magistral Los santos inocentes); ya sea la de El hereje, que aún arde en antiguas hogueras; ya aquel Azarías, prendido de una urraca, que encuentra la pureza en el tibio bulto de sus plumas. He aquí, en fin, la trémula, la sencilla grandeza de Delibes: en sus palabras viven, intactos para siempre, aquellos españoles hoy virados en sepia.

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