Los años de plomo
La nueva entrega de Antonio Soler recrea con rigor, brillantez y ambición panorámica la convulsa Barcelona del pistolerismo y la agitación anarquista.
APÓSTOLES Y ASESINOS. Antonio Soler. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2016. 440 páginas. 21,90 euros.
A la hora de explicar las causas de la Guerra Civil, los historiadores analizan los antecedentes inmediatos del sexenio republicano o se remontan a la dictadura de Primo, pero el enfrentamiento entre las dos Españas ya se incubaba desde los comienzos del siglo y tuvo en Barcelona, la ciudad más industrializada de la península, uno de sus epicentros. Antonio Soler ya había abordado la conflictividad social de la época, agravada por la sangría de la guerra de África, en su ensayo Málaga, paraíso perdido, donde recordaba cómo la ciudad andaluza llegó a rivalizar con la catalana por la pujanza de la burguesía y por la fuerza del movimiento obrero, en el que el anarquismo se abría paso como poderosa alternativa a los socialistas. Pero el grado de violencia que se vivió en las calles de Barcelona, especialmente durante los llamados años de plomo (1919-1923), sólo puede equipararse al de la edad de oro del gangsterismo en ciudades como Chicago. Algo de ensayo tiene también la última entrega de Soler, Apóstoles y asesinos, donde el autor se acerca precisamente a ese periodo de la mano de uno de sus protagonistas, Salvador Seguí (1886-1923), carismático líder libertario que abanderó la facción más posibilista de la CNT antes de caer asesinado por los pistoleros de la patronal.
Una historia verdadera, por lo tanto, que Soler cuenta y a la vez explica, pues la figura de ese protagonista es indisociable del agitado contexto de la ciudad y de las luchas internas del anarquismo, dividido por entonces -la fundación de la CNT tuvo lugar en 1910, a partir del embrión de Solidaridad Obrera- entre los revolucionarios puros, partidarios de la acción directa en todos los órdenes, y quienes como Seguí se planteaban no la formación de un partido o la concurrencia a las elecciones, pero sí la alianza instrumental con otras fuerzas de izquierda, en particular la UGT, y una cierta participación en la vida política que -al contrario que los crímenes, perniciosos para la causa- propiciaran la consecución de objetivos comunes. Una historia apasionante y rigurosamente documentada que se lee con creciente fascinación pese a que sabemos desde el principio su desenlace. En muchos momentos el novelista -que lo es también aquí, dado que se sirve, como en una quête, de técnicas narrativas- ha asumido las funciones del historiador o del cronista, pero su relato, gracias al pulso y la calidad de la escritura, va mucho más allá de los meros hechos, sobre todo a la hora de caracterizar a unos personajes retratados no sólo en sus palabras sino en las motivaciones o en los gestos.
Seguí, desde luego, destaca en el conjunto. Hijo de campesinos leridanos, el Noi del Sucre había ejercido de panadero y de mozo de bar antes de dedicarse a la pintura de brocha gorda, oficio que no desentonaba con sus maneras de dandi y desempeñó hasta el final de su corta vida. Tras una breve aproximación a los lerrouxistas, el lector devoto de Nietzsche, que ya de adolescente había liderado un grupo autodenominado Els Fills de Puta, se hizo conocido entre los círculos ácratas y pronto se convirtió en uno de los líderes más influyentes y respetados del movimiento sindicalista. Soler describe su evolución desde el radicalismo inicial a una actitud más pragmática, paralela a la multiplicación de los asesinatos políticos y vinculada a sus contactos con dos brillantes abogados de la izquierda catalanista: el futuro presidente de la Generalitat Lluís Companys, apodado el Pajarito, y el diputado Francesc Layret, que suplía sus severas limitaciones físicas -a causa de una parálisis infantil caminaba con dos bastones, ayudado por un aparatoso andamiaje metálico- con una voluntad descomunal y una formación impecable. Ambos se habían especializado en la defensa de obreros represaliados y acabaron sus días, como el Noi, de manera violenta. Veinte años separan el asesinato del primero, en 1920, del famoso fusilamiento del segundo en el castillo de Montjuic, pero en el tiempo del relato de Soler aún no existe como tal la Esquerra Republicana.
Muchos otros personajes, todos ellos históricos, atraviesan la narración, que traza un fresco de proporciones monumentales. Entre los anarquistas el bravo Ángel Pestaña, cuya intervención en las reuniones de la Tercera Internacional en Moscú -su escepticismo respecto de la revolución bolchevique marcaría la posición de la CNT hacia la URSS- dejó enmudecidos a los asistentes, el luego trotskista Andreu Nin o los integrantes del grupo de Los Solidarios, formado por Durruti, García Oliver o los hermanos Ascaso. También los socialistas Besteiro, Prieto o Largo Caballero, el inefable demagogo Lerroux, el siempre oportunista Cambó o, entre los elementos más reaccionarios, el siniestro gobernador Martínez Anido, futuro ministro de Primo y de Franco, encargado de la brutal guerra sucia en la que se distinguen su rufianesco jefe de la policía el coronel Arlegui y encallecidos sicarios como Bravo Portillo o el falso barón De Koënning. No sólo los protagonistas adquieren vida y encarnadura, también secundarios como ese pintoresco Joan Rull, confidente de la Policía a la vez que dinamitero por cuenta propia, que formó con su hermano y con su madre una alucinante banda familiar dedicada a explotar el negocio de las bombas caseras.
La espiral de atentados cometidos por los anarquistas, sus rivales del Sindicato Libre, las milicias parapoliciales del Somatén o las propias fuerzas del orden, extendió el terror a una escala desconocida y dio una triste notoriedad a Barcelona, convertida en la capital del pistolerismo. En un estilo ágil y directo, con abundante uso del presente histórico y eventuales alusiones a acontecimientos posteriores o incluso al momento actual desde el que escribe el narrador, que precisa lo que sabe y lo que no conoce o imagina, Soler se mete en la piel de sus personajes y a la vez mantiene la distancia respecto a los discursos ideológicos enfrentados, aunque se percibe la simpatía por el giro hacia la moderación del Noi que era por ello, en efecto, más peligroso para sus enemigos -entre otras cosas por su insistencia en la educación como arma revolucionaria- que los militantes de gatillo fácil. En la variación del título, que remite al de un libro memorialístico del anarquista Pere Foix, Apóstoles y mercaderes, ya está implícita la idea de que los altos ideales -o en el otro extremo la seguridad y el mantenimiento del orden público- no justifican el crimen ni permiten llamar de otra manera a los asesinos.
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