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Carne fresca para la red
Un 21 de octubre de 1984 de hace 30 años, François Truffaut fallecía en el Hospital Americano de Neuilly como consecuencia de un tumor cerebral. Apenas tenía 52 años, y junto a él estaba su pareja de entonces, la actriz Fanny Ardant, bellísima musa de sus dos últimas películas, La mujer de al lado (1981) y Vivamente el domingo (1983), última conquista (antes fueron Jeanne Moreau, Françoise Dorléac, Catherine Deneuve o Claude Jade) de quien reprodujo en su vida la misma pasión romántica que tantas veces había volcado en sus películas desde Los 400 golpes (1959), uno de los títulos seminales de la nouvelle vague y primer gran jalón de esa inextricable intersección de experiencia, literatura y ficción que atraviesa una de las trayectorias más intensas, prolíficas y admiradas del cine moderno.
Truffaut ocupa un lugar de privilegio en ese espacio íntimo que uno reserva a la pequeña mitología heroico-sentimental, es un cineasta (vívido, intuitivo, grácil, vitalista, apasionado) y un hombre (incansable, vehemente) con el que, más allá de las estéticas y las modas, que no han hecho sino solidificar y reivindicar su trabajo con los años después de pasar periodos de descrédito, uno simpatiza de manera directa y personal, proyectando en su trayectoria y en los personajes y argumentos de sus películas, incluso en ese tono mortuorio que va mucho más allá de La habitación verde (1978), la propia autobiografía imaginada. Como si el director de El pequeño salvaje, La noche americana, La piel dura, La sirena del Mississippi, Las dos inglesas y el amor, El hombre que amaba a las mujeres y Adèle H. hubiera sabido traducir su mundo interior en imágenes o capturar no ya tanto el aire de una época, la segunda mitad del siglo XX y sus cambios, como un espíritu universal e intemporal, algo anacrónico tal vez, que aún permanecía vivo y candente bajo la superficie lúdica de las escrituras de la modernidad.
En el desdoblamiento especular entre Truffaut, Antoine Doinel y el actor Jean-Pierre Léaud, quien por cierto acaba de cumplir 70 años (Truffaut habría cumplido mañana 82), uno quisiera verse a sí mismo, como los protagonistas de algunas películas de Linklater que hoy tanto celebramos, pasando por las distintas etapas de la vida, imaginando una suerte de biografía paralela en la que pasar de la infancia (algo desvalida) en las calles de los barrios populares de París a la iniciación amorosa de la adolescencia, de los estragos del servicio militar y los primeros trabajos al matrimonio y la paternidad, de la rebeldía y el inconformismo a la crisis, la melancolía y la nostalgia como refugios para el hombre adulto.
Truffaut, Doinel y Léaud se despidieron recapitulando grandes momentos de su vida juntos en El amor en fuga (1979), y desde entonces los echamos de menos tanto como el propio Léaud confiesa seguir echando de menos a su creador, a su hermano mayor, a su otro padre (con quien lo confundieron más de una vez), algo que algunos cineastas, desde Käurismaki a Ming Liang, entendieron perfectamente dándole nuevas oportunidades de resucitar, aunque tan sólo fuera momentáneamente, aquel idilio y aquella transmutación de personalidades.
El mundo del cine y Francia especialmente conmemoran este año la desaparición del gran cineasta que fuera antes joven y airado crítico de los Cahiers amarillos bajo tutela de Bazin y que desentrañó el cine de Hitchcock, Renoir, Rossellini, Vigo o Buñuel con una lucidez y una pasión como nadie lo había hecho hasta entonces.
La Cinématèque Française le dedica, desde el pasado 8 de octubre y hasta el próximo 25 de enero, una exposición (con guiones anotados, correspondencia, notas manuscritas, fotos, afiches, dibujos...) y una retrospectiva completa de todos sus filmes en copias restauradas, muchas de ellas también editadas recientemente en formato Bluray (MK2). La web de la institución (www.cinematheque.fr/fr/expositions-cinema/francois-truffaut/) propone un interesante recorrido virtual por su obra crítica y fílmica a modo de diario, y la filmoteca abre también sus puertas a los estudiantes de cine y los niños para explicarles la trayectoria, los métodos de trabajo y las ideas del cineasta.
Se editan y reeditan libros que celebran su obra fílmica y sus textos; algunos, como Truffaut / París (T&B), de Arturo Barcenilla, nos llevan de visita turística a París, con mapas incluidos, siguiendo la pista de las localizaciones de sus películas.
La modélica colección de música cinematográfica Écoutez le cinéma acaba de lanzar también un precioso cofre con 6 CD con el título Le monde musical de François Truffaut, que incluye la totalidad de las bandas sonoras originales que Jean Constantin, Georges Delerue, Maurice Jaubert, Bernard Herrmann o Antoine Duhamel compusieron para sus películas, así como reinterpretaciones contemporáneas de temas y canciones de sus filmes.
La cinefilia afrancesada y nuevalorera nos hizo elegir entre Godard y Truffaut de la misma forma que en el cine mudo había que elegir entre Chaplin y Keaton o en la música pop-rock entre los Stones y los Beatles. Godard y Truffaut, que fueron amigos y colegas inseparables y luego se escribieron las cartas más amargas y dolorosas antes de romper su relación para siempre.
La cabeza le dicta a uno que Godard ha sido más grande, más importante, capaz de integrar la inteligencia y la emoción en una nueva forma. Sin embargo, con los años, y con la vida, se termina rendido al corazón y estando más del lado de Truffaut. Sus películas me entienden y me hacen entenderlo a él y al mundo mucho mejor.
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