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Anora | Crítica
**** 'Anora'. Comedia dramática, EEUU, 2024, 139 min. Dirección y guion: Sean Baker. Fotografía: Drew Daniels. Música: Matthew Heron-Smith. Intérpretes: Mikey Madison, Mark Eydelshteyn, Yuriy Borisov, Karren Karagulian, Vache Tovmasyan.
El tiempo dirá si la Palma de Oro de Cannes le viene grande o no a una película como Anora y a un director como Sean Baker, nueva voz emergente del indie norteamericano y unánimemente etiquetado como cronista del reverso, los márgenes o la pesadilla del Sueño Americano, como ustedes prefieran, gracias a títulos como Tangerine, The Florida Project o Red Rocket.
En cualquier caso, su nuevo filme no parece jugar en la división de los títulos en busca de premio ni tampoco se aleja demasiado de sus temas y modos habituales o su gusto por la periferia de la normalidad siempre en las claves del cuento puesto patas arriba y con predilección por los personajes marginales, sin voz ni atributos.
Sin más psicología que la que se desprende de sus acciones y sus palabras (a grito o insulto pelado), Anora elige a una stripper veinteañera (impresionante la entrega y la energía en crecimiento de Mikey Madison) y al hijo niñato de un oligarca ruso (Mark Eydelshteyn) como desigual pareja para una fábula sobre la insalvable diferencia de clases y los residuos del estercolero capitalista que rehúye de todo juicio moral sobre el mundo que retrata para modular sus movimientos a partir de un contacto con la realidad limítrofe con el exceso aunque siempre atado de este lado de la lógica y la autenticidad.
Baker acelera, comprime, frena, tensa y destensa su relato con un sentido prodigioso del tempo y el ritmo, pasa del veloz montaje en escalada de un oficio y una relación fraguada a golpe de billetes, droga y despilfarro, a una situación de caos y persecución que, por momentos, es pura y desternillante comedia clásica, para cerrarse con un regusto amargo en un final memorable y catártico que pone en perspectiva todo el trayecto y nos recuerda a aquel de Rosetta de los Dardenne, por no citar al mismísimo Bresson.
Por el camino siempre en propulsión, su película vuelve a sacar rédito visual y simbólico de ese paisaje urbano (Brooklyn, Coney Island, los locales nocturnos y restaurantes) o esos espacios artificiales (Las Vegas) que sirven siempre de fondo-trampantojo a sus historias, se adentra con voluntad casi documental en la comunidad rusa norteamericana, rasga bajo la superficie de la realidad multicultural y confirma a un gran director de actores capaz de extraer de los tipos singulares, sus gestos y acentos (extraordinarios Karagulia, Tovmasyan y Borisov) la preciosa materia prima para un fulgurante teatro de los afectos, la empatía, las emociones y las decepciones.
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