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El animal sagrado

Renacimiento publica, traducido ahora por el poeta y editor Abelardo Linares, 'El hombre corriente', de Chesterton, un libro que se editó poco después de la muerte del escritor.

El escritor británico Gilbert Keith Chesterton (1874-1936).
Manuel Gregorio González

04 de agosto 2013 - 05:00

El hombre corriente. G. K. Chesterton. Trad. Abelardo Linares. Renacimiento, Sevilla, 2013. 336 páginas. 22 euros.

Quizá los dones más infrecuentes de Gilbert Keith Chesterton, dones que mostró de un modo pródigo y abrumador, fueron su extraordinaria facilidad para la polémica y un inexplicable, un profundo y humanísimo sentido de la alegría. A esto cabría añadirle un solitario hallazgo, una ardorosa inclinación, que corre en paralelo a la historiografía del XX. Chesterton es, junto con Ruskin, Pirenne y Johan Huizinga, un grave defensor de la Edad Media. Pero no de la Edad Media que el Romanticismo glosó como un entrechocar de armas y una tosca nobleza, sino como el refinado orbe intelectual -"la Edad Media, enorme y delicada" de Verlaine-, del que emerge, con brillo inagotable, el sólido esplendor del Renacimiento.

Este medievalismo de Chesterton es el que ha propiciado dos de sus grandes obras: Chaucer y San Francisco de Asís. Esta atención infrecuente a una época, conceptuada hasta entonces como bárbara y oscura, es la que parece surtir a Chesterton de tres de sus mayores distintivos: la fe de Roma, el ardor polémico y la alegría. Hay que señalar, en cualquier caso, que Chesterton es pesimista. Un pesimista alegre, jocundo, rabelesiano, pero pesimista al cabo. Buena parte de las páginas que abultan El hombre corriente, libro editado poco después de morirse, y traducido ahora por el poeta y editor Abelardo Linares, así lo demuestran; también el escepticismo y la fatiga que nutren, de modo sorprendente, los relatos de El hombre que sabía demasiado. Por otra parte, su concepto popular de la democracia, basado en el sentido común, en las viejas tradiciones de la merry England, chocan frontalmente, no sólo con las atroces banderías que infligirán al siglo un daño irreparable, y que en 1936, cuando se publica esta obra, son ya una realidad ominosa; sino con cierto concepto mecánico del hombre que viene del XVIII ilustrado y se perfecciona con el vago determinismo del XIX. En este sentido, se podría decir, sin faltar a la verdad, que Chesterton es un conservador. Pero un conservador no es necesariamente un reaccionario como De Maistre, o un viejo legitimista, a la manera de Villiers o el gran Barbey D'Aurevilly. Un conservador, al particular modo de Chesterton, es quien preserva cuanto de valioso, noble y excepcional hay en aquello que ha heredado. De ahí, obviamente, su temprana defensa del medievo, ya mencionada, y que hoy es una feliz costumbre en historiadores como Le Goff, Ginzburg, Duby, Guy Bois, Jean Flori, Runciman y un deslumbrante etcétera (dos de los ensayos incluidos aquí, Los monstruos y la Edad Media y Giotto y San Francisco, son prueba suficiente de lo que decimos). De ahí también su insistente refutación del concepto de Progreso, legado por la Ilustración, y que el XVIII figuró, con docta ingenuidad, como un paulatino engrosamiento de la civilización, la riqueza y la concordia entre naciones. Engrosamiento, no obstante, que se sustentaba en el general descrédito de la cultura anterior, considerada sumariamente como supersticiosa e inhábil.

Más allá de estas peculiaridades, que sitúan a Chesterton en una solitaria posición en el pensamiento del XX, y que por sí mismas justifican el lugar distinguido y anómalo que ocupa en las letras europeas, el mérito más inmediato del escritor inglés es, obviamente, su enérgica y cordial literatura. Chesterton, como Borges, como Marcel Schowb, incitan de inmediato a la emulación, tanto como repelen cualquier forma de pupilaje. De igual modo, su tono digresivo, la frase paradójica, una inteligencia rauda, la fácil erudición, el humor sutilísimo y una imaginación fecunda, crean en el lector un poderoso efecto euforizante. En Chesterton, como en muy pocos escritores del XX, se da la coincidencia de un corazón alegre y una escritura viva, epigramática, siempre ligera y caudalosa, cuyo secreto quizá resida en esa digna humildad, y en la naturaleza festiva, carcajeante, musical y honesta, que Chesterton le supuso al hombre, incluso al hombre trémulo y angustiado, el hombre existencialista, que protagonizó sus días. La abrupta caballerosidad que Chesterton le atribuye al doctor Johnson es aplicable a cuantas disputas intelectuales libró él mismo, y cuyo ejemplo más notable tal vez sean las respetuosas, las fulminantes invectivas, llenas de franca admiración, que dirigió contra H. G. Wells y Bernard Shaw.

En última instancia, Chesterton deplora el seco dirigismo de Jean Cauvin y la improvisada teología de Adam Smith. Su obra, en el siglo más fúnebre que nos ha sido dado conocer, es una original requisitoria de cuanto hay en el mundo de inexcrutable y misterioso. Vale decir, de cuanto en el hombre hay de sagrado y trascendente. No es necesario ni oportuno averiguar aquí si Chesterton tuvo algo de razón en esta desigual batalla. Sí parece importante, en todo caso, que este escritor creyera en el albedrío humano, en la soberanía del hombre común, en una hora que la negó resueltamente. Las páginas dedicadas a don Juan de Austria y María de Escocia, páginas imaginativas de Historia-ficción donde uno echa en falta la sombra impar de Cervantes, son de una melancolía dorada, de un pálido esplendor, limpio y sereno.

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