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"Hay que tener cuidado con el idealismo. Era lo que movía a Hitler y a Stalin"

Andrés Pérez Domínguez. Escritor

El novelista sevillano retoma a su personaje Gordon Pinner en 'La bailarina de San Petersburgo', un libro que retrata a la comunidad de exiliados rusos en el París de 1930

Andrés Pérez Domínguez (Sevilla, 1969). / Inma Gervasini

Un día, hace ya muchos años, cayó en manos de Andrés Pérez Domínguez un ejemplar de Lo que ha quedado del imperio de los zares,Lo que ha quedado del imperio de los zares de Manuel Chaves Nogales. La lectura de aquella obra maravilló al autor de El factor Einstein o El violinista de Mauthausen, que vislumbró en esa gente que había dejado Rusia tras la Revolución de 1917 una novela potentísima. Pérez Domínguez no respondió entonces a aquel impulso. "Me dediqué a escribir otros proyectos, también a vivir, que es lo que hacemos todos", recuerda. Hasta que aquella idea se cruzó con otra que albergaba también en su cabeza: "Llevaba tiempo buscando un personaje que protagonizara varias ficciones con las que atravesara las décadas centrales del siglo XX, un tiempo que a mí me interesa muchísimo". Una y otra vez se le aparecían los contornos de Gordon Pinner, el protagonista de La clave Pinner, una intriga que había publicado, con notable éxito, en 2004. "Así que sumé dos más dos. La lectura de Chaves Nogales, que ya tenía al personaje... todo me dispuso a hacer esta novela", señala sobre los orígenes de La bailarina de San Petersburgo (Almuzara). Pinner viaja al París de 1930 para infiltrarse en la comunidad de rusos exiliados e investigar si la fortuna del moribundo príncipe Kovalevski cae en las manos adecuadas. "Ahora", se dice del espía, "era un hombre lleno de dudas con una tarea confusa. Las convicciones, antaño tan fuertes, se habían difuminado por el camino".

–Ha vuelto a Pinner 17 años después de su primera aventura. ¿Cómo ha sido el reencuentro?

–Es curioso, porque después de publicar La clave Pinner en 2004 los editores me pedían a mí o a mi agente una segunda entrega, incluso una tercera, del personaje, y yo me resistía a esas propuestas. Ahora, sin embargo, me apetecía. Es un hombre lleno de dudas, lo era antes y lo sigue siendo, aunque en esta historia lo he rejuvenecido: antes era un Gordon Pinner de 42 años y ahora tiene 27, es un joven al que no se le han abierto los ojos del todo aún. Hay algo muy interesante en esto: cuando lo creé yo andaba en los 25, 26 años, y él era mayor que yo, y ahora se han cambiado las tornas.

–La juventud de Pinner no está reñida con cierto desencanto. En algún momento piensa que los bolcheviques no están tan lejos de los Románov...

–Sí, al final madurar consiste en darte cuenta de que no tienes certezas. Pinner es colaborador de los servicios secretos soviéticos por afinidad ideólogica, sobre todo. Uno de los motivos por los que esa época es tan fascinante es porque hubo mucha gente con buena voluntad que, por un lado, abrazó la llegada de la Revolución bolchevique, incluso hubo nobles rusos que se alegraron de la caída de los Románov y creyeron que el cambio sería para bien, y por otra parte hubo quien celebró la irrupción del fascismo, como contrapunto a esa Revolución. En ese contexto se encuentra Gordon Pinner, que es un agente afín a la causa bolchevique pero se está dando cuenta de que no todo es tan bonito, le está empezando a ver las costuras a la historia que le han contado. Va intuyendo que la Revolución no está respondiendo al propósito con que se hizo, que se están produciendo muchas injusticias. Cuando le encargan que se infiltre en la comunidad de rusos que se ha instalado en París se percata de que unos y otros no son tan diferentes, que cada uno tiene sus razones, que todo puede ser entendible. Ese pensamiento está muy bien para una persona cabal, honesta, pero no para un espía, claro. Creo que esas contradicciones hacen más interesante al personaje.

"Nos equivocamos si pensamos que los rusos que se exiliaron en París eran todos nobles con la vida resuelta"
Portada del libro, con el que su autor ha ganado el Premio Albert Jovell.

–Se entiende por qué le atrapó esa comunidad de rusos exiliados en París, casi fantasmas de un mundo desaparecido.

–En Francia vivió la mayoría de los rusos exiliados tras la Revolución, pero nos equivocamos si pensamos que de esos rusos blancos, como se les conocía, todos eran nobles ociosos que tenían la vida resuelta. No es así por varias razones, entre ellas porque muchos de esos nobles que se fueron de Rusia lo perdieron todo, y tuvieron que emplearse ellos como chóferes o mayordomos, ellas como amas de llaves. Hubo muy pocos casos en que estos exiliados conservaron su patrimonio. Pero es que además no eran todos nobles: también eran profesionales liberales como médicos o abogados, o militares, que se unían en su aversión a la causa bolchevique. Y esto era muy estimulante desde el punto de vista literario. Hablamos de un mundo que está desapareciendo, de una gente que no quiere que aquello que conocía se pierda. Había generales que malvivían como traperos en París, que trabajaban como mulas durante un año, pero que luego se tomaban unas breves vacaciones en la Costa Azul como si todavía vivieran en la Rusia zarista. Esos contrastes eran apasionantes, y yo quería recogerlos en la novela.

–Entre otros detalles inesperados, relata, por ejemplo, que era tradición en los Románov "contar con negros en su guardia personal". ¿Qué datos le han sorprendido al documentarse sobre aquellos tiempos?

–Cualquier lector interesado puede buscar en internet y encontrará la peripecia de un tal Jim Hercules, que parece que era un esclavo liberado de los EE UU que acabó siendo guardia de los Románov y que se vestía como un húsar. He leído muchísimo, aparte de que he viajado a Rusia para documentarme, y me he topado con un montón de historias asombrosas. Lo que más llama la atención es algo que he comentado antes, eso de que muchos nobles se alegraran del cambio porque Nicolás II no les caía simpático.

–¿Se puede seguir siendo idealista hoy, como lo era Pinner en su momento?

–Se puede, pero con eso hay que tener cuidado. Hitler también era un idealista, no lo olvidemos, y probablemente Stalin también lo era. Y Tejero, cuando dio el golpe de Estado. Es bueno el idealismo sin fanatismo, sin maldad, es algo a lo que todos deberíamos aspirar, de hecho. Yo me considero un idealista; si no, no me dedicaría a hacer novelas. Si uno lo piensa fríamente... con todas las horas que echas, con la ilusión que le pones, con un resultado incierto y cada vez menos lectores que hay, el oficio de escritor resulta un poco quijotesco. Pero al menos no le haces daño a los demás, hay idealismos que, cuando se exaltan, pueden ser muy dañinos.

"Escribir también tiene algo de quijotesco. Pero no se trata de un idealismo exaltado, no haces daño a nadie"

–Cuando apareció La clave Pinner, en 2004, era una propuesta insólita en el mercado editorial. No era frecuente encontrarse una historia de espías ambientada en España en la IIGuerra Mundial, ahora ya sí. ¿Siente que el tiempo le ha dado la razón?

–Agradezco mucho esa pregunta. Eso enlaza con lo que hablábamos del idealismo. Yo no pretendí abrir un camino ni cambiar nada. Me costó mucho publicar ese libro, quedó finalista en varios premios pero no los ganaba, los editores no terminaban de decidirse. Después de varios años un editor sí lo hizo, y aquella apuesta salió muy bien: sigue vendiéndose hoy, 17 años después de su lanzamiento. La clave Pinner es mi novela más vendida, más que El violinista de Mauthausen. Sí, podría decir que el tiempo me ha dado la razón. Pero yo escribí esa historia porque sentía la pulsión de hacerlo, sin saber si gustaría o no, aunque ahora sí parece que este tipo de proyectos emocionan al público.

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