El poder emocional de la música
Andrea Morricone | crítica
Anoche en el auditorio del Fibes tuvo lugar un grandioso encuentro entre la música de Ennio Morricone y la de su hijo Andrea, que nos hizo partícipes del estreno mundial de dos piezas compuestas por él.
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En más de tres cuartos de entrada se completó anoche el aforo del auditorio de Fibes para presenciar la elegante puesta en escena que Inala Producciones montó para que Andrea Morricone presentase Notas del alma, un gran espectáculo musical dividido en dos partes bien diferenciadas. La primera, larga en música, minimalista en presencia escénica, con dos pianos enfrentados de manera simétrica, el de la izquierda para Morricone, el de la derecha para Cecilia Grillo, sobre el eje que establecía el pie del micrófono del barítono Alessio Quaresma, en la que se interpretaron muchas de las archiconocidas piezas de Ennio Morricone así como otras de las que no tenemos tanto recuerdo y algunas más de su hijo Andrea, el protagonista de hoy. La segunda, más corta en música, mucho más opulenta en escenografía, con el maestro Morricone dirigiendo a la Orquesta Sinfónica de Triana y a la Escolanía Domus Carmina situada tras ella; por delante el Tango Trío, con piano, guitarra eléctrica y bandoneón, con añadido de dos bailarines de tango, para el estreno mundial de las dos piezas compuestas por Morricone para la ocasión y los posteriores bises, que comenzando por unos arreglos de la Escolanía para el Ave María guaraní de La Misión, se alargaron hasta cuatro temas más, entre los que se repitieron algunos de los escuchados antes.
Supongo que debe hacerse muy difícil elegir entre las más de 500 partituras conocidas de Ennio Morricone para interpretar en un concierto determinado, pero ha sido brillante la cadena de composiciones elegida por su hijo para estas Notas del alma, que nos han transmitido una enorme intimidad gracias a la profunda e impecable comprensión de la obra de su padre que Andrea nos ha ofrecido. Y no solo ha estado inmerso en la música de Ennio, sino que también hemos tenido momentos álgidos en la velada con sus propias composiciones. Y eso que cuando empezó a sonar la primera de ellas, La fiesta, de la película L’industriale, las notas que él le sacaba a su piano eran de una tristeza más propia de un funeral que de una fiesta, pero cuando Grillo atacó la partitura desde el suyo el ánimo general subió muchísimos enteros. Más tarde con Se, el tema de amor de Cinema Paradiso, también composición de Andrea, el silencio de la sala tuvo un registro más resonante que la propia música.
Durante esta primera parte se iban proyectando sobre una gran pantalla, al fondo del escenario, fragmentos de las películas cuya música estaba sonando. Y para quienes conocen la obra de Ennio Morricone siempre es un placer especial volver a ver alguna de sus películas favoritas: La Misión, Cinema Paradiso, Érase una vez en América; las películas son hitos culturales, cada una de ellas anclada en la época de su estreno individual, eternas y congeladas en el tiempo, mientras nosotros, los espectadores, viajamos a través de nuestra vida. Y así, ya fuese con el extracto de La leyenda de 1900 u otros tomados de la filmografía de éxito más masivo, cada uno de los fragmentos desencadenó recuerdos únicos y personales en cada miembro del público. Aunque también nos haya parecido muy raro escuchar las míticas notas de El bueno, el feo y el malo al piano y luego el tema de El éxtasis del oro con la voz del barítono cantando una letra extraña para todos. No tuvimos la orquestación creciente, los implacables tambores galopantes, pero esta versión mantuvo el poder emocional de su versión original.
A lo largo de su carrera, Morricone desarrolló el hábito de producir bandas sonoras notablemente mejores que las películas a las que acompañaban; anoche tuvimos también varias muestras de ellas con los temas principales de La Califfa, El desierto de los tártaros y, como no, Malena, la película de Monica Bellucci que, sin ser tan mala, no es en absoluto tan suntuosa, romántica y conmovedora como la música que escuchamos aquí. Aunque solo naciese de las teclas de dos pianos. Fue esta interpretación uno de los momentos sublimes de la noche, realzado además porque llegó después de dos momentos de los que no puede decirse que fuesen bajos en calidad, pero sí en emotividad, como Another winds y Dreams, composiciones poco conocidas de Andrea Morricone. Otro de los grandes momentos fue cuando sonó Se telefonando mientras en la pantalla veíamos imágenes de Mina, la gran diva italiana que cantaba la versión original de esta composición de Ennio Morricone, con letra de su esposa, Maria Travia. Esta canción es la más celebrada de las incursiones de Morricone en la música pop y es un ejemplo perfecto de lo que los aficionados, mucho más amantes de lo anglófilo, se perdieron al ignorar con desdén todo lo que no se cantaba en inglés, porque es una balada fantástica y épica que podía competir con cualquiera de las escritas por Burt Bacharach en la misma época. Anoche no tenía las sirenas de la policía ni sus notas graves se vieron aumentadas por el sonido de los trombones, pero Grillo al piano y Quaresma a la voz le dieron un efecto sorprendente.
Esta primera parte era una montaña rusa en la que la intensidad subía y bajaba a cada momento. Hacia arriba, desde el principio, con el tema de amor de Érase una vez en el Oeste; manteniendo altura con el tema principal de ¡Agáchate, maldito!, hacia abajo con la Conradiana de la serie Nostromo; arriba con La Misión, abajo con las piezas de Andrea; arriba con Cinema Paradiso, abajo con El desierto de los Tártaros -y Fernando Rey en la pantalla-; arriba con el maravilloso Tema para Ennio, que Andrea compuso para su padre, abajo con El secreto del Sahara; hasta que Los colores del amor puso el punto final, dejando en suspenso los momentos eternos a los que la canción se refiere.
Las dos piezas que abrieron la segunda parte, en realidad el plato fuerte de la noche, porque eran estrenos mundiales, fueron Tango Forte y Danza por la vida. La primera de ellas era una especie de experimentación musical desafiante en forma de tango, pero no de sonido canónico, sino con el compás diferente que solía aplicarle Astor Piazzola a los que interpretaba él. Con una pareja de bailarines danzando por el escenario, el peso instrumental recayó en las cuerdas y los vientos y maderas de la Orquesta Sinfónica de Triana, aunque en primer plano estuviese el Tango Trío. La música compuesta por Andrea era hermosa, pero en realidad no encajaba con el tono de lo ofrecido durante la noche; podemos decir que estuvo a la altura de las circunstancias, sin ser tan deslumbrante como la Danza por la vida, sobre todo cuando en la parte final de esta entraron las voces de la Escolanía Domus Carmina, que nos robaron el corazón a todos los asistentes. La emotividad volvió a ascender en vuelo libre con esta pieza que, sin duda, fue la composición de Andrea más cercana en luminosa melancolía a otras míticas de su padre como Gabriel’s oboe. Estos momentos del coro, por sí solos, justificaron el precio de la entrada del concierto, pero es que además, hubo muchos momentos en los que derramar lágrimas ante la belleza y el genio de la música de los Morricone, padre e hijo.
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