El andarín perplejo

Javier González-Cotta publica un personalísimo libro donde el lector conocerá el tenue mosaico de unas vidas cuyo anonimato se desliza entre la fatigada sombra de las ruinas de Estambul.

El andarín perplejo
Manuel Gregorio González

24 de julio 2013 - 08:56

En buena medida, Oriente es una convención, un género literario de Occidente; así lo testimonian el Münchausen de Raspe, el Sandokán de Salgari y la hipnótica lejanía que fabuló Ruydard Kipling. Así lo evidencia, de igual modo, la vasta literatura que de Montesquieu a T. E. Lawrence acuñó una idea de lo oriental avecindada irremisiblemente con lo exótico. Quiere decirse que, al abordar unas páginas dedicadas a Estambul, a la Sublime Puerta del Gran Turco, es lícito preguntarse qué buscó -qué encontró- el hombre occidental en la voluta arcana del Oriente. Y en última instancia, qué categorías se sumen en aquella geografía dispersa donde reinaban -o así le pareció al viajero, del XVIII a las vanguardias- una barbarie atávica y el dulce archipiélago del tedio. Estas categorías son el Pasado y el Otro; ese viejo espejismo, buscado entre la ruina inhóspita de Egipto y de Caldea, no fue otro que la Pureza. En ninguna de estas convenciones incurre el autor de las presentes páginas, Javier González-Cotta. Si bien es cierto que las sortea para dar en una particular estética de la consunción, en una poética del declive -la ciudad como detrito moderno y albañal arqueológico-, donde lo humano toma forma y se despliega.

Como digo, González-Cotta ha frecuentado la literatura dedicada a Estambul, desde sir Steven Runciman a Pierre Loti, desde Alí Bey a Orhan Pamuk, no para sumarse a la dilatada nómina de quienes hallaron en aquellos parajes cierta idea de lo pintoresco; sino para eludir los peligros de una vana antropología, tan del gusto de los viajeros del XVIII al XX. No es necesario acudir al Orientalismo de Said para entender el friso ideológico sobre el que se alza la imagen especular de Oriente que el mundo occidental fabricó desde los días de la colonización ilustrada. En la obra de Flaubert, en Blasco Ibáñez, en Edmundo de Amicis, en Chateaubriand, en un decepcionado Twain, en el capitán Burton y en Rosita Forbes -no en el joven y excitado Casanova-, lo que se articula es la propia identidad del Occidente moderno. Es así como el Oriente ha devenido en un Otro absoluto. Un Otro violento, irracional y arcádico, que a la vuelta nos devuelve la efigie ordenada, el carácter científico y resolutivo, que el XVIII ha conjeturado sobre sí mismo. También la imagen misteriosa, la ínsula libidinal, el pasado remoto y el sino malogrado de una civilidad en ciernes, que el XIX buscará lejos de la metrópoli. Esta condición del Oriente como pasado, como escalón previo a la modernidad, es lo que Alí Bey, nuestro espía más célebre junto con Ramón de Carranza, expresa de modo irreprochable: "Si unos y otros alcanzasen el grado de civilización europeo, los árabes tendrían el carácter francés y los turcos el inglés". Lo cual supone, como es obvio, una evolución natural desde la barbarie levítica hasta la cortesía versallesca. Y más aún, un sentido evolutivo, una idea de progreso, que prescinde por completo de cualquier evidencia histórica.

El Estambul de González-Cotta muestra ya este gravamen ideológico como una forma inocua de arqueología. La ciudad que aquí se glosa, de modo personalísimo, participa inevitablemente del dato histórico y la crónica de viajes. También de cuantas opiniones, de cuanta munición folclórica, nos proveyó la honesta curiosidad de un Occidente aquejado de exotismo. Aun así, el empeño de estas páginas es muy otro. Un empeño que podría definirse como hipertrofia del yo y cuya naturaleza es, en esencia, fenoménica. Los viajeros románticos, su inusitado candor, pretendieron revelar una verdad oculta a la mirada superficial del transeúnte. He aquí el sentido último del odio cerval que muestran a la figura, tan denostada, del turista. Flaubert, un joven Flaubert devorado por la sífilis, es de una ferocidad legítima y sorprendente.

González-Cotta ha prescindido ya de esta fantasmagoría decimonónica. Conoce la Historia, conoce su interpretación, pero declina una lectura histórica. Su proyecto es, si cabe, más modesto. Se trata de ofrecer al lector el pasajero retablo, el tenue mosaico de unas vidas. Vidas cuyo anonimato se desliza entre el estrépito de las grúas y la fatigada sombra de unas ruinas. En el puente de Gálata, en la estación de Haydarpasa, en las viejas murallas de Bizancio, en los barrios salobres donde una dispersa humanidad se aglomera o se hacina, lo que medra es el hombre ayuno de adjetivos, ajeno a las pasadas glorias del Imperio.

Nadie ha odiado tanto al turco como Lawrence de Arabia. Un odio que nacía de la emulación, del torpe occidentalismo de Sublime Puerta, en un hombre que vivió asediado por la pureza. En González-Cotta, no es preciso decirlo, hay un amor franco e indiscriminado por aquellas piedras. Cuando caiga la noche, la parva luminaria de Estambul revelará al viajero, a este andarín perplejo, "dos tesoros ocultos: la pobreza y la lluvia", en verso memorable de Rafael Adolfo Téllez.

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