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'Anacronía' | Crítica
'Anacronía'. Gerardo Rodríguez Salas. Valparaíso. Granada, 2020. 94 páginas. 12 euros
En la bellísima portada de Anacronía, el nuevo poemario del granadino Gerardo Rodríguez Salas, una pintura de James Wedge reproduce a un hombre que cae. En esa estampa, en los movimientos apresurados con los que desciende esa figura, hay violencia y belleza, ternura y dolor, pero esa amalgama de sentimientos se va desvelando a quien observa esa imagen de manera sutil, envuelta en el misterio. No sabemos dónde irá a parar ese cuerpo, si el azul que traspasa es cielo o es agua, si el lanzamiento al vacío sólo puede saldarse con un desenlace trágico o podemos albergar aún esperanza. La misma elegancia con la que Rodríguez Salas invoca a su hermano, fallecido en un accidente de moto en 2001, en este libro emocionante, tan austero como inesperado en sus planteamientos, que su autor ha tardado casi dos décadas en escribir. El poeta ahonda en su herida y recuerda desde el desgarro, pero también se pregunta si toda pérdida no es el fondo un espejismo, porque los que se van manifiestan su presencia con una extraña fiereza, si precipitarse a ese abismo que llamamos memoria no es también una experiencia sanadora, o tal vez un reencuentro. "Cuanto más caigo / más me acerco al origen / y una lira lejana / suena más y más cerca".
Anacronía, que coincide en las librerías con otras propuestas conmovedoras que también afrontaban la marcha de seres queridos, Daniel (Vaso Roto), en la que Chantal Maillard y Piedad Bonnett dialogaban con sus hijos, o En el mejor silencio (Renacimiento), desde el que Jacobo Cortines celebra a su amada Cecilia Romero de Solís, busca así la palabra que sirva para "nombrar este dolor / que se despeña / por un catálogo de voces mudas, / sentimientos de aceite que flotan en el agua / podrida que me anega". Transcurrido el tiempo desde aquel accidente, Rodríguez Salas se atreve ya a verbalizar el golpe, a encarar esa realidad que la lengua y el corazón no quieren asumir. "No conseguí decir que estabas muerto. / Se trabó la palabra en mi garganta, / aquel olor a túmulo y a flores, / a cirios apagados, tu sonrisa / deshilada en el manto misterioso / que te envolvió en el sueño".
El poeta vuelve a aquellos días dichosos de la infancia, cuando unos niños juegan al fútbol con una sandía que había cultivado con esmero la abuela, o a los "colores mustios de una foto" en los que "se enreda la sonrisa de la madre / que estoica nos sostiene y nos aguanta / con dientes de marfil. / ¿Cuanta alegría cabe en un retrato?". Rodríguez Salas recrea también el 11-S y el ataque a las Torres Gemelas para trazar un paralelismo entre aquella tragedia colectiva y la que sacudiría también su hogar. "Se estrellaron aviones en la casa / después de abrir la puerta (...) "¡Dios, parece una peli!" / -gritaste sin saber / que nosotros ya estábamos con ellos / al otro lado".
Porque el autor es consciente de que el dolor nos hermana, y dedica su libro "a quienes habéis perdido a un ser querido y encontráis en mi odisea pequeñas islas de palabras en las que refugiaros durante la tormenta". Su relato nos concierne a todos: en la contraportada, Teresa Gómez habla de un viaje, una "fuga al pasado", que es "capaz de transformarlo no sólo a él como escritor, sino también a nosotros como lectores".
Anacronía no describe sólo un trayecto interior y perfila distintas cartografías importantes en la vida de Rodríguez Salas: Nueva Zelanda, donde residiría después de la muerte de su hermano y donde escribiría parte de su tesis doctoral, y Granada, su ciudad natal y en cuya Universidad ejerce de profesor de Literatura Inglesa. En la primera, plagada de referencias a la cultura maorí, a la poeta Janet Frame o a la cineasta Jane Campion, plasma cómo ni siquiera en otro hemisferio, en las antípodas, el recuerdo pierde intensidad: "¿Embarcaste conmigo? / Pues es invierno aquí / y huele a soledad". En el poema Leslie, la experiencia de Katherine Mansfield, que perdió a su hermano en la I Guerra Mundial, sirve de triste espejo: "No fue tu muerte un simulacro. / Derramó en ti sus frutos la granada, / soldadito de plomo batido sin combate, / y yaces en el bosque / aquel, ausente; mientras yo maldigo / el viento, el mar, la luz del sol, la vida, / tan muerta como tú". En los versos de Moko kauae, entretanto, parte del tatuaje que adorna la barbilla de las mujeres maoríes para cuestionarse si la ausencia no "chamusca la piel" igualmente.
El Palacio de la Real Chancillería, el Darro, la Sala de los Secretos de la Alhambra o la Escalera del Agua del Generalife son algunos de los escenarios del tramo granadino, en el que Rodríguez Salas liga los mitos y el pasado de su ciudad natal, "nuestra Historia / de tantos siglos, / de tantas luces moribundas", a la evocación del hermano. "Abajo late umbrío el mausoleo / que silba entre los arcos / tu mensaje escondido en las paredes".
Anacronía es así la historia de un hombre que entiende que el recuerdo es una "sombra / torpemente zurcida a los talones" en un viaje en el que los lectores se sentirán reconocidos: todos somos cuerpos que caen en el azul de la añoranza, en el dolor de quienes se nos fueron.
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