El amor a la vida / Juan Carlos Rodríguez

Juan Carlos Rodríguez. Catedrático De Literatura De La Universidad De Granada

19 de junio 2010 - 10:08

Qué difícil es hablar de la muerte de un hombre cuyo verdadero oficio en esta vida había sido vivir. Mejor dicho, un aprendizaje continuo hacia el saber vivir. Oficio y aprendizaje arduos en verdad donde los haya. No se trata de un pasar por la vida, se trata de un asentarse en ella y reflexionarla, practicarla. Vivirla desde dentro y hacia fuera. Y, sobre todo, interrogarse sobre el porqué. ¿Qué es lo que nos impide a los seres humanos saber vivir la vida si es lo único que tenemos? Así en la mente y en las manos de Saramago el oficio de vivir se fue transformando en el oficio de escribir. Dura tarea, sin duda, para quien desconoce los entramados de este otro oficio: dura la niñez y la adolescencia de un escritor que aún no sabe serlo. O no puede serlo hacia fuera, puesto que hacia adentro ya lo era. Fabulaba el mundo, sus sinrazones y sus injusticias, y sobre todo su manera de experimentarlo, de vivenciarlo. Pero ¿cómo expresarlo?

Malas maneras, otra vez: ¿qué hace un niño, hijo de campesinos pobres, trasplantados a Lisboa, en plenos años del Portugal fascista de Salazar, asistiendo a una escuela para obreros o trabajando en una herrería mecánica, qué hace, digo, ese niño, sino inventarse la propia vida que no tiene apenas? El primer hallazgo –quizá inesperado– es el descubrimiento de la lectura. Devora libros: los pocos de la escuela y los de las bibliotecas públicas, a la vez que despierta a las verdades de la calle.

Pero en la lectura está la sorpresa. Leer es otra forma de vivir, es encontrar otros mundos y otras vidas. A escribir se aprende leyendo, pero resulta difícil trasladar los propios lenguajes interiores al papel. Sus lenguajes interiores eran dobles: la pregunta sobre la explotación del hombre por el hombre y la pregunta por la propia oscuridad interior, la sombra que a veces nos aparece por dentro. En suma: la historia colectiva y la historia personal, que forman un todo, pero que Saramago andará siempre buscando de manera exhaustiva.

Tierra de pecado (1947) fue una novela en torno a esa doble búsqueda fracasada. Y de ahí su silencio narrativo de casi 20 años. De modo que el periodismo, la crítica cultural, la poesía, el Partido Comunista y la Revolución de los Claveles (1974) fueron su verdadero lanzamiento a la vida, sumergiéndose en ella en tiempos de lucha y ciertamente muy sombríos. Hasta que llegaron Alzado del suelo (1980) y el extraordinario Memorial del convento (1982).

La voz campesina (“coral”, dirá él) de su pueblo natal (la voz de los sin tierra) influirá sin duda en su estilo y en su tono, pero en Memorial surge el mejor Saramago: el barroquismo nítido de alguien que se da cuenta de que la historia de Portugal (como la de toda la península ibérica) sólo se puede contar como una fábula irracional y sin luces. La luz de la Razón (o de la Ilustración) nos ha separado de Europa, y por eso la Península será narrada en el 86 como una Balsa de Piedra aislada que navega por el océano separada del continente. Que la historia se puede deformar y manipular, colectiva y personalmente –o que siempre se ha manipulado la historia– es lo que se nos muestra en Historia del cerco de Lisboa (1989), al igual que la historia de los espectros personales del doble, del problema del nombre, de la propia identidad, había aparecido como homenaje a Pessoa en El año de la muerte de Ricardo Reis (1984).

Pero en la década de los 90 y hasta ayer mismo podríamos decir que surge un giro decisivo (o un adensamiento en sus perspectivas) a propósito de su concepción de la novela. Quiero decir: aparece la Alegoría como clave narrativa básica que vertebra la obra de Saramago. Y es lógico: si siempre había estado buscando la no-bifurcación del camino personal y del camino colectivo, ahora encuentra la solución necesaria. Pues la alegoría sirve en efecto (si se la sabe vivificar en concreto) para unir el nombre propio con todos los nombres, lo mismo que sirve para unir el propio mundo con todos los mundos, o en suma, decimos, para unir la historia personal con la colectiva. Así el simbolismo portugués o ibérico va borrándose para que ahora aparezca la pregunta más de fondo: ¿por qué el mundo está realmente tan mal hecho? Es el mundo global, es la globalización del capital, es la soledad de las personas y la historia de los humillados y ofendidos de la tierra, la mayoría de los habitantes del planeta. La alegoría sirve así para pasar de lo particular a lo universal, sin que la singularidad desaparezca. Y de ahí los títulos decisivos de esta época: El Evangelio según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres, La caverna, El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez

Saramago ha sido sin duda no sólo uno de los mejores novelistas de nuestro tiempo sino un luchador incansable por la verdad y por un mundo no enemistado con los humanos. Ha sido el alegórico de otro mundo, posible desde ya. Un ilustrado marxista o un marxista de la ilustración, un demócrata contra la explotación irracional del capital financiero y contra la propia irracionalidad interior de cada uno, pues cada uno está contaminado por el sistema. La Luz de Goethe y de Diderot se traslada por eso con él al mito platónico de la caverna; el iberismo se traslada al género humano; la lucidez trata de imponerse a la ceguera; mientras que la ceguera se impone en la corrupción del sistema de las democracias especulativas y el sistema corrompe a su vez a todos los yoes. Y por ello también, en fin, la duda y la búsqueda del propio nombre se transforma –decimos– en la interrogación de todos los nombres. La escritura excepcional de Saramago, tanto en sus novelas simbólicas como en las más alegóricas, no pierde jamás sin embargo una especie de añoranza o de nostalgia que a veces rezuma incluso en las alegorías más abstractas: quiero decir, que en esa estética global no se pierde jamás la ética del amor a la tierra (Viaje a Portugal, Cuaderno de Lanzarote) y a la materia (sus poesías cantan continuamente a la piedra). Se le podría definir, pues, como un metafísico inmanente, como un pesimista o escéptico en el sentido de que un pesimista es siempre un optimista bien informado. Un narrador de la materia viva y de la racionalidad pese a la ceguera: “Somos ciegos ante nosotros mismos”. En una palabra, una escritura ejemplar respecto a la lucidez para vivir la vida, la lucidez frente a la explotación de los seres humanos y la naturaleza. Un continuo amor a la vida.

Alguna vez le prometí (pues él fue muy generoso hablando de mis libros en público) que me rondaba en la cabeza escribir algo comparando la estructura de sus obras con el relato de Jack London El amor a la vida, que tanto nos gustaba a los dos (“y a Lenin”, me dijo con esa media sonrisa que solía usar como quien no quiere mostrarse más introspectivo de lo que es). Lastimosamente no he cumplido la promesa y sólo he esbozado este esquema a vuelapluma, con demasiada brevedad y demasiado tarde.

Lo siento, José. Y para ti, Pilar del Río, ojalá que el dolor de todos te acompañe, aunque ya sé que en tu dolor no hay compañía posible.

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