Del amor y de la muerte

En 'Sonata de estío', Valle envió a su marqués de Bradomín a las Américas, como un Cortés soberbio y libertino en busca de una nueva aventura del alma.

Del amor y de la muerte
Del amor y de la muerte
Manuel Gregorio González

28 de agosto 2016 - 05:00

El Valle-Inclán que escribe la Sonata de estío no es el mismo que firmará, treinta años después, El trueno dorado. Entre medias se ha operado una depuración dramática, una conciencia visual de la literatura, que en sus primeras obras resulta inconcebible. También se ha producido un deslizamiento paulatino sobre su concepción del hombre: si en Femeninas, si en Gerifaltes de antaño, aún hay un cuño aristocrático del albedrío humano, en el Ruedo ibérico no habrá sino el vertiginoso aullar de seres grotescos y deplorables. Entre medias ha ocurrido la Gran Guerra y su ordenado movimiento de cadáveres. Valle la describirá, con el ojo del cinematógrafo, en La media noche. En las Sonatas, sin embargo, es una tenue melodía la que resuena. Una melodía no exenta de frivolidad y barbarie, en la que el preciosismo de Rubén conoce ya la injuria, el dolor y el sacrilegio. Bajo ese friso decadente cabe enmarcar su aventura americana. Y será la Niña Chole, al modo de la mujer tiránica y audaz de fin de siècle, quien prefigure el exotismo ultramarino, hecho de razas milenarias y una crueldad ceremonial y extática, de la Sonata de estío.

No en vano, el Bradomín de esta sonata llegará a México a bordo de La Dalila, como el Drácula de Stoker había llegado a Londres (cinco años separan ambas obras) en las bodegas del Démeter. El nombre de las embarcaciones no parece casual: si Sansón será humillado por la concupiscencia de Dalila, Démeter es la diosa cereal, la fuerza vengativa, que condena a sus infractores a un hambre eterna. Hay pues una determinación, un fatum, un carácter admonitorio y simbólico en la literatura de esa hora, que Valle no abandonaría hasta más tarde. El Valle campoamorino, émulo de Bécquer, o ese otro Valle que ha leído a Barbey y a D'Annunzio, todavía vive sujeto a los presagios. Unos presagios que son la escondida hilatura de un mundo sacro, y que el sacrílego Bradomín no hará sino corroborar con su fe violenta y pervertida. El gran Lázaro Carreter solía insistir en el influjo de Las diabólicas de Barbey D'Aurevilly y Le novelle della Pescara de D'Annunzio en las Sonatas de Valle. Aun así, debe hacerse una matización crucial a este respecto. Si Las diabólicas de Barbey determinan la figura de Bradomín y la existencia misma de Femeninas (un joven Gómez de la Serna se quejará de esta similitud excesiva); si el erotismo de D'Annunzio afluye a un Valle modernista, La hechizada de Barbey habrá de concederle algo de mayor importancia: el orbe demoníaco, la bruma heráldica y rural de las comedias bárbaras. La propias figuras de Juan Manuel de Montenegro o el cura Santa Cruz no son sino versiones, adulteradas por el genio de Valle, de aquel abate de La Croix-Jugan que invoca al diablo, en una iglesia en ruinas, para defender la causa legitimista. Todo ese mundo de aldeanos y madreñas, aquel clima de credulidad y barbarie que distingue sus Divinas palabras, son una memorable traslación al solar galaico de la Bretaña de Barbey y Chateaubriand (también de la Bretaña de Villiers de L'Isle-Adam, cuyos Cuentos crueles se transparecen en Valle), nimbada por la tradición monárquica.

De aquella trabazón interna, de la nervadura religiosa que sustenta el mundo, apenas se percibe nada en sus Luces de bohemia. Y será completamente inexistente, convertida en tosca y brutal milagrería, cuando glose la corte isabelina en Baza de espadas. Sin embargo, en esta Sonata de estío la lujuria y la muerte aún son trémulos reflejos de la divinidad. A la manera del Barba Azul de Huysmans, el sacrilegio será una forma inicua de convocar lo sagrado, cuando lo sagrado permanece mudo. Esta vía tortuosa, demoníaca, hacia lo trascendente es la que han escogido Poe, Barbey y el Conrad de El corazón de las tinieblas para datar una ausencia. También el Stoker que ha leido a Vámvéry y a Frazer, y este Valle-Inclán espléndido y solar, indiano enamorado, cuya flor de santidad crecerá más tarde entre la oscuridad y el lodo. ¿Acaso no es posible hallar una similitud entre esta Niña Chole y aquella hechicera de Conrad, cuya maldición resuena en el borde mismo de la selva? En ambas será una fuerza superior, un alma de la Naturaleza, quien module y encienda su hermosura. En ambas se intuye una malignidad sagrada y una voracidad arcaica, que las trasciende. En ambas se resumen misteriosas potencias que el hombre ignora. Y ha de ser este Bradomín quijotesco, nuevo Cortés soberbio y libertino, quien se allegue a la mujer como a una fronda extraña, y quien adivine en la manigua umbría (en un silencio sobrenatural y arcano) el acecho y la gravitación de la hembra.

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