Los amantes malditos

La franco-senegalesa Ramata-Toulaye Sy se sumaba a Mati Diop (Atlantique) como la segunda mujer cineasta de origen africano en competir por la Palma de Oro. Lo hacía en 2023 con esta co-producción que rememora aquel cine africano que irrumpió en los festivales de los años 80 y 90 con una cierta estética y tono parabólicos, casi siempre ambientado en aldeas rurales y un tiempo incierto, y que tuvo a títulos como Yeleen (1987, Cissé) o Yaaba (1989, Ouedraogo) como referentes de un modelo exportable o al menos asimilable a ciertos gustos occidentales.

Banel y Adama nos lleva también a una aldea senegalesa marcada por la sequía, el patriarcado y el orden sanguíneo, las supersticiones y la tradición musulmana donde dos jovencísimos amantes intentan sacar adelante su amor puro contra la presión ambiental. Más concretamente ella, Banel, una mujer sobre la que se pone el foco y se proyecta la mirada de una fábula que funciona siempre mejor cuanto más se aleja del didactismo y más se adentra en el territorio de los sueños, las pesadillas o el vuelo lírico.

La película funciona así como relato romántico y empoderado anclado en unas raíces hostiles donde toda posibilidad de cambio se antoja un desafío al destino y una provocación a los dioses condenada al ostracismo, la incomprensión, la muerte o las inclemencias, con esas casas hundidas en la arena como explícita metáfora de la tarea imposible de construir un hogar propio para la pareja. Ramata-Toulaye Sy se atreve también a reivindicar una feminidad y un amor que no pasen por la maternidad o la familia, y lo hace siempre en la confianza en el rostro de Khady Mane como mapa de expresiones de libertad, deseo y fortaleza que a la postre se verán sepultados por la tempestad apocalíptica.