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Amado muchacho | Crítica
Henry James. Amado muchacho. Traducción de José Ramón Monreal. Edición de Rosella Mamoli Zorzi. Epílogo de Elena di Majo. Elba. Barcelona, 2023. 240 páginas. 23 euros
Tanto más en nuestro tiempo de prosa anémica y estandarizada, los devotos de Henry James apreciamos en el Maestro –con la mayúscula reverencial que recibió ya en vida– los meandros de una escritura famosamente prolija que ha sido muchas veces caricaturizada pero cuya calidad y refinamiento, salvados los escollos a veces insuperables, tiene también algo adictivo. Difícil, oscuro, latinizante, James puede resultar a veces cómico en su puntillosidad y sus rodeos elusivos, pero dejando al margen el puñado de ineludibles obras maestras que salieron de su pluma –sólo por Los papeles de Aspern y Otra vuelta de tuerca le deberíamos gratitud eterna, pero todos sus libros merecen ser leídos– el elevado estilo del narrador ocupa un lugar de excepción en el periodo de transición de la novela realista, registro donde su peculiar manera introspectiva señaló una cumbre insuperada, a la vanguardia que los ingleses llamaron modernismo y de la que el James último, aunque autor de otro tiempo, no se mantuvo ajeno.
El perfil aristocratizante del escritor, su puritanismo de raíz victoriana, la proverbial reserva de su país de adopción, Inglaterra, todos los rasgos del hombre que fue James, de quien no consta que abandonara nunca el celibato, se reflejan en su obra que lleva a lo más alto el arte de la elipsis y donde los sentimientos aparecen naturalmente velados. Soltero inexpugnable, como bien supo su amiga y discípula Edith Wharton, el pulcro novelista pasa por haber encarnado una perfecta asexualidad, pero su correspondencia de madurez con varios amigos jóvenes prueba que sintió por ellos una atracción de indudable signo erótico. Este homoerotismo reprimido o encubierto, incómodo para sus herederos y púdicamente silenciado por los biógrafos más recatados, ha sido desde antiguo objeto de polémica, pero no hay más que leer las cartas recopiladas en Amado muchacho, dirigidas al escultor noruego-norteamericano Hendrik C. Andersen, para ver que rebasan con mucho –y más tratándose de James– la mera cortesía. Pese a que hubo intentos anteriores de publicación por parte del propio destinatario, la colección no se conoció hasta el año 2000, en una edición italiana de Rosella Mamoli Zorzi, con epílogo de Elena di Majo, que Elba presenta ahora en traducción de José Ramón Monreal. Son la prueba de un afecto profundo, más cálido de lo acostumbrado y de hecho indistinguible del amor a secas.
Como cuenta Mamoli Zorzi en su ponderada pero cautelosa introducción al volumen, James y Andersen se conocieron en Roma, en el último año del siglo XIX, cuando el primero, viejo amante de la ciudad, buscaba información para escribir la biografía de un artista norteamericano expatriado, encargo que cumpliría con desgana en William Wetmore Story and his Friends (1903). El ya veterano novelista, que lo doblaba en edad, visitó al joven escultor en su estudio y le compró un busto de terracota. Ahí comenzó una relación, sobre todo epistolar, que abarca dieciséis años (1899-1915) en los que sólo se vieron siete veces. Casi contagiada del pudor de James, o más probablemente en atención a los remilgos del albacea que le dio permiso para reproducir las cartas, la editora habla de “los numerosos enunciados que expresan un contacto físico deseado”, pero lo que encontramos es un ejercicio de sensualidad insólita, patente en expresiones inequívocas de deseo y urgencia. Andersen inspira en James el recuerdo de su propia juventud, por los ya lejanos días que le revelaron por primera vez el esplendor de la “dorada” capital italiana, a su juicio devaluado, como dice en varios lugares, por la vulgaridad del turismo. E inspira también un inmenso cariño, que va más allá de la comunión de las almas.
Por lo demás, pese al deslumbramiento inicial, James se muestra como un mentor poco complaciente y cada vez más insatisfecho con la evolución artística de su amigo, de quien admira la pasión y la entrega, pero no el resultado de ese esfuerzo que le parece, con razón, bastante mediano, fatalmente inclinado a una grandilocuencia que no podía agradar al exquisito degustador de matices. Sin ocultar el escaso aprecio que le merece su trabajo, el corresponsal le reprocha su alejamiento de la realidad y su idealismo demasiado abstracto, propio de “todo artista solitario demasiado profundamente inmerso en su sueño”. Nuestro tiempo presuntuoso es muy dado a impartir lecciones, también, a los antepasados, por ejemplo para censurarles que no asumieran sus deseos íntimos, pero lo que proyecta la figura del “fidelísimo viejo” enamorado, aquí desinhibido de los frenos habituales, es sobre todo una infinita ternura.
Entre otros razonables desacuerdos, referidos a las limitaciones de Andersen como escultor, James se muestra especialmente crítico con su difuso proyecto de una “Ciudad mundial” al que el artista entregó energías dignas de mejor causa, fruto de un empeño utópico para el que no logró atraer demasiadas complicidades. Los contornos de la idea –en sus ampulosas palabras, transcritas por Di Majo, “una amplia y nueva ciudad internacional, en la que las más grandes manifestaciones de la civilización humana sean un concentrado de todas las partes del mundo, para ser luego nuevamente derramadas, coordinadas y dirigidas, en torrentes aportadores de bien y progreso, al mundo entero”– pueden verse hoy en la Casa Museo de Andersen en Roma, junto a muestras más bien espeluznantes de su obra que explican por sí solas los francos reparos de su renuente mecenas, incapaz de aprobar tales excesos. El énfasis, la monumentalidad en el peor sentido, recuerdan a Arno Breker, el que fuera escultor favorito de los nazis, también afecto a un neoclasicismo de trazas melodramáticas y cuyas creaciones, en los sueños megalómanos de Albert Speer, habrían de decorar los gigantescos edificios de una fantasmal Germania –la nueva capital del Imperio de los mil años– que por fortuna nunca pasó de los planos.
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