Tribuna Económica
Carmen Pérez
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Un viaje llamado amor | Crítica
Un viaje llamado amor (Cartas, 1916-1918). Sibilla Aleramo, Dino Campana. Trad. Manuel Moya. El Paseo. Sevilla, 2022. XXVI + 142 páginas. 17,95 euros
Como sentenciara famosamente Pessoa, por boca de su heterónimo Álvaro de Campos, todas las cartas de amor son ridículas, pero más ridículos resultan –venía a decir en el mismo poema– aquellos que no las han escrito nunca. Superada la sensación de incomodidad que supone siempre acceder a una correspondencia privada, tanto más cuando su materia son los sentimientos, el lector que se acerque a este famoso epistolario, inédito hasta ahora en español, encontrará el rastro de una pasión, ardiente y arrebatada como todas, que tuvo como protagonistas a dos personajes excepcionales, la narradora piamontesa Sibilla Aleramo, recuperada hoy como pionera del feminismo, y el poeta florentino Dino Campana, maudit por excelencia de las letras italianas del Novecientos. De la mano de El Paseo, Un viaje llamado amor nos llega en la versión de Manuel Moya, traductor por cierto también de Pessoa, que según explica al final de la introducción ha seguido en lo fundamental la edición de Bruna Conti (Feltrinelli, 2000, 2015) que dio título al film homónimo de Michele Placido (2002). Más allá de las cartas y de lo que revelan de su atormentada relación, el libro tiene la virtud de llamar la atención sobre dos autores singulares que por distintas razones se han convertido en leyendas.
Cuando se conocieron, en el verano de 1916, después de que Aleramo, fascinada por la lectura de los Canti Orfici de Campana, se decidiera a escribirle, iniciando un epistolario que llega hasta enero de 1918, ambos arrastraban un pasado tumultuoso. La primera, cuyo nombre real era Marta Felicina Faccio, familiarmente Rina, se había visto obligada a casarse, de acuerdo con los bárbaros usos de entonces, con el hombre que la había violado, y después de diez años de desgraciada convivencia había abandonado a su marido para llevar una vida libre. Ya sin ataduras, se dedicó al periodismo y la militancia en favor de la emancipación, relacionándose con escritores de la época como Giovanni Cena, Vincenzo Cardarelli, Giovanni Papini o Salvatore Quasimodo. Aunque precoz autora de la novela autobiográfica Una donna (1906), exitosa en su momento y más tarde reconocida como clásico de la literatura feminista, destacaba sobre todo, a ojos de sus contemporáneos, por su desinhibición y su audaz estilo de vida. Dino Campana, por su parte, el raro autor de los Canti (1915), llevaba una existencia bohemia y errabunda, alternando los estudios con trabajos extravagantes y puntuales internamientos en la prisión o el psiquiátrico. Después de una oscura estancia en Argentina, había vuelto a la Universidad y entregado su primer y único libro, Il più largo giorno (1913), que fue perdido por los editores –aparecería décadas después de su muerte– y reescrito por el poeta con el título con el que ha pasado a la historia. Entre agosto y diciembre de 1916, en plena Gran Guerra, lo que había comenzado como intercambio epistolar se convirtió en un romance apasionado. El amor, escribiría años después Aleramo, "estalló en un delirio salvaje".
Podemos seguir la secuencia a través de las cartas, aunque esa evocación posterior, ampliamente citada por Moya, deja más claro el trasfondo en ocasiones violento, fruto de los celos retrospectivos, pero sobre todo del carácter desequilibrado e inestable de Campana, con los acostumbrados episodios de furor y arrepentimiento. El mal que lo devastaba, fuera como se dijo producto de la sífilis o severa forma de esquizofrenia, provocaría la ruptura entre los amantes, pero antes vivieron momentos de esplendor, aislados del mundo, alternados con otros de rechazo y alejamiento que dieron paso, apenas seis meses después, a la separación definitiva, visible en la melancolía de los últimos envíos. "Nos hemos merecido el milagro. Lo viviremos todo", le dice ella, mucho más expresiva, en una de las primeras cartas después del encuentro. O bien: "Estos días han sido demasiado bellos". Pero pronto comparecen las sombras, los signos de la enfermedad, las afirmaciones contradictorias, el dolor y la angustia. Hay cartas muy hermosas y otras bruscas o entrecortadas, poemas y confesiones a terceros corresponsales, el amor en vivo –en vilo– y el amor declarado o añorado en la ausencia. No exenta de patetismo, la correspondencia reconstruye, con silencios y elipsis, la historia de un viaje que para Campana coincidió con el final de la vida consciente: "Dino, que Dios te ampare". El mismo año en que cruzan las últimas cartas, el poeta fue ingresado en el hospital psiquiátrico de Castel Pulci, cerca de Florencia, de donde ya no saldría hasta su muerte.
Aunque mantuvo otras muchas relaciones, antes y después de la que la unió a Dino Campana, Sibilla Aleramo no se olvidó nunca de su infortunado amante. Escribió otras novelas, libros de poemas y diarios, pero sólo al final de su vida, en 1958, accedió a publicar la correspondencia, cuando el poeta –casi ignorado en su momento, hasta el punto de que llegó a vender por los cafés ejemplares de su propio libro– era celebrado como uno de los grandes de su siglo. Entre nosotros, Cantos órficos, el único poemario de Campana, está disponible en versiones de Carlos Vitale o Pedro Luis Ladrón de Guevara, que permiten acceder a una de las obras más estimulantes y rompedoras de su siglo. Pese a contener ecos de sus viajes y vagabundeos, la suya es una poesía, en verso o en prosa, que alberga múltiples voces, una poesía de corte visionario y trazas herméticas, que por un lado remite al rimbaudiano desarreglo de los sentidos –al simbolismo más experimental, preludio de la revolución de los ismos– y por el otro es exponente de la primera vanguardia, "pura energía", en palabras de Curzio Malaparte. Campana aún vivía cuando la reedición de los Cantos en 1928 dio inicio a su consagración como precursor y maestro, pero no pudo disfrutar de este éxito tardío. Al margen de los tópicos asociados al malditismo, su obra deslumbra con la intensidad de los fogonazos.
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