La alegría subversiva
Inédito hasta ahora en castellano, 'Tierno bárbaro' evoca la íntima relación del checo Bohumil Hrabal con su amigo el pintor y poeta Vladimír Boudník.
Tierno bárbaro. Bohumil Hrabal. Trad. Kepa Uharte. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2014. 128 páginas. 17 euros.
"¡Vladimír! ¡Has llamado a los caballos de la muerte y ellos han venido!". Con estas palabras, transcritas por la traductora y biógrafa de Hrabal, Monika Zgustova -en Los frutos amargos del jardín de las delicias, publicada en España coincidiendo con el centenario de su nacimiento-, despidió el autor de Una soledad demasiado ruidosa a su amigo Boudník, con quien tanto había querido. Las pronunció en el crematorio ante el féretro del suicida, unos meses después -diciembre de 1968- de la ocupación de Praga por los tanques soviéticos. Como para muchos otros escritores, el final del periodo de apertura significó para Hrabal, considerado un "sujeto políticamente sospechoso", la prohibición de publicar -que ya antes había padecido- y la retirada de sus libros de las bibliotecas, una época oscura que lo llevó a dejar la capital para establecerse junto a su mujer en una casa del bosque de Kersko. Cinco años después, en 1973, Hrabal escribió este conmovedor homenaje dedicado a la memoria de su viejo compañero de correrías, que era también un modo de reflejar su añoranza de un tiempo más libre -los aciagos 50, en los que pese a todo se sintió feliz mientras ejercía oficios manuales, o en particular la década de los 60, cuando logró celebridad internacional- y sin duda más dichoso.
Boudník, dice Zgustova, estaba obsesionado con lo inaccesible. Como Hrabal, su antiguo vecino de habitación, había trabajado en una fábrica y experimentado la dificultad de dar a conocer su obra en un entorno mostrenco que reprimía también la disidencia estética. Ambos gustaban de los objetos triviales, de la labor de demolición de las apisonadoras, del trasiego de las jarras -o los cubos- de cerveza y de los paseos por los suburbios de la periferia. Experimentaban sin descanso, solos o en compañía de otros artistas e intelectuales -como el filósofo y poeta marxista Egon Bondy, que también aparece (no demasiado favorecido) en Tierno bárbaro- felizmente situados en los márgenes de la doctrina oficial, entregados a una poco rutinaria secuencia de rondas, juegos espontáneos y discusiones interminables que recordaba el fervor inaugural de las vanguardias, pero también la cultura underground -"¡Los vagabundos del Dharma están en Praga!"- que por los mismos años imperaba al otro lado del telón de acero.
Construido a partir de las incontables vivencias o anécdotas que protagonizaron juntos, el relato de Tierno bárbaro no sigue un orden cronológico ni se propone trazar una semblanza propiamente dicha, aunque sus páginas retratan la extraña y luminosa personalidad de Boudník -y la del mismo Hrabal, tan identificado con su amigo- con la frescura, la vivacidad y la ironía habituales en los libros del checo, que no es de extrañar horrorizaran a los aborregados comisarios de la censura. La técnica del collage, que fascinaba a ambos, y el característico discurso torrencial que conocemos de otras narraciones de Hrabal, definen el modo en que el escritor dispone sus recuerdos, hilvanados como en un ejercicio de asociación automática. Boudník, escribe Hrabal al comienzo, era "capaz de ser antiguo como el mismo mundo y juvenil como el alba, como las hojas recién nacidas". Despreciaba el dinero, carecía de sentido común, era ingenuo, visceral, aventurero e imprevisible. Devoto de los elementos orgánicos, de las herramientas, de los espacios cotidianos, Vladimír se distinguía por su capacidad para ver donde los demás no veían, para apreciar los estragos del tiempo en cualquier superficie, para reciclar los materiales ínfimos -"en lo mínimo está lo máximo"- y forjar con ellos formas insospechadas, para enarbolar la bandera de lo más humilde, de lo más sencillo, de las cosas o las personas vulgares, como un emblema de disidencia.
Hay melancolía en estas páginas como la hay siempre en Hrabal, pero la evocación del amigo desaparecido -el libro se cierra con la imagen del escritor "tumbado inmóvil, paralizado de pena"- no incide en la pérdida irreparable, sino en la felicidad y la ganancia de los años compartidos. Séneca, nos informa Zgustova, fue una de las lecturas predilectas de Hrabal, que tenía siempre presente la idea de la muerte pero a la vez profesaba -lo afirma igualmente su amigo y compatriota el cineasta Jiri Menzel, que adaptó a la pantalla varias de sus novelas- un vitalismo a prueba de desgracias. El humor, por supuesto, es una de las claves, pero también una forma no resignada ni acomodaticia -dura, estoica- de practicar la conformidad, que parte de la aceptación de las limitaciones propias y ajenas y no renuncia, por mal que vengan dadas, a la celebración del instante. Esa bendita mentalidad de resistencia enseña, incluso cuando los malos van venciendo, que la alegría es el sentimiento más subversivo.
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