Un alegato contra la guillotina
Dickens pone el foco en los excesos de la Francia de la Revolución para avisar a sus coetáneos de los peligros a los que se exponen si las diferencias de clase se agrandan.
Historia de dos ciudades. Charles Dickens. Trad. Salustiano Masó. Alianza (bolsillo). Madrid, 2010. 592 páginas. 13 euros.
Dickens no es un narrador omnisciente al uso. No es, literariamente hablando, un dios que observa y describe escenas y personajes desde una altura pretendidamente objetiva. Es un dios cercano. Digamos que los lectores sentimos que él también está ahí, alegrándose o entristeciéndose, llorando o riendo, admirando o despreciando. Acompaña a sus personajes, se hace enemigo o amigo, sin importarle caer en el sentimentalismo. En eso residió en gran parte su inmensa popularidad en vida. Dickens es, además, un extraordinario narrador. Sus historias vigorosas y cómplices tienen tal fuerza que se han incorporado al definitivamente al imaginario colectivo.
Historia de dos ciudades (A tale of two cities), escrita en 1859, es absolutamente dickensiana en el sentido en el que hablamos, pero también una rareza. Hoy diríamos que pertenece al género histórico, y hasta entonces Dickens apenas había retrocedido en el tiempo en ninguna de sus narraciones. Su sello de identidad era el de retratar su propia época, de enorme progreso pero de grandes injusticias, con la revolución industrial a plena marcha. La mirada a los años inmediatamente anteriores a la Revolución Francesa -donde fija el inicio de la novela- no es, sin embargo, un ejercicio de evasión: pretende servir de aviso, casi de presagio, de lo que se avecinará si su mundo, el coetáneo a él, sigue en la senda de los desequilibrios. Lo deja claro en el primer párrafo del libro ("era una época tan parecida a la actual..."), uno de los comienzos más arrebatadores de toda historia de la literatura.
La obra narra, grosso modo, la historia de una familia de emigrados franceses en Londres que por diversas circunstancias se ve obligada a volver a su país en plena revolución, con consecuencias muy indeseadas. Se ha extendido la idea de que en Historia de dos ciudades Dickens contrapone Londres y París, una como símbolo del orden y la paz y la otra de la agitación y el caos. Pero eso no es así: no hay nacionalismo, sino más bien al contrario, a no ser que consideremos como tal el hecho indiscutible de que el autor es inglés. No faltan los pasajes en los que expresa su admiración por la cultura francesa. Y tampoco existe una visión idílica de Londres. Al contrario, ya al principio del libro afirma que la pobreza y la delincuencia campaban a sus anchas en la Inglaterra de entonces.
Sí deja entrever que en su país las diferencias de clases eran más volubles y las posibilidades de prosperar, por tanto, mayores que en Francia, donde la separación entre la aristocracia y el pueblo era radical. Riqueza inmensa y privilegios versus miseria y sufrimiento. El aristócrata que necesita de cuatro siervos para su chocolate mañanero frente a los habitantes del mísero barrio de Saint Antoine, que en una de las escenas literalmente lamen el suelo para poder disfrutar de los restos de vino de una barrica rota.
Dickens llena la novela de escenas muy visuales, y en muchas de ellas ronda el mal presagio: una tormenta en Londres que se presenta como augurio fatal para la familia protagonista, el asesinato de un aristócrata en un pueblo de las afueras de parís, la tabernera que, ávida de venganza, teje en su calceta la lista negra para cuando triunfe la revuelta o la palabra sangre escrita con el vino que se ha derramado de la barrica.
Con esa fuerza evocadora Dickens retrata -mejor una imagen literaria que cualquier ensayo- los hechos de la Revolución Francesa, lo que no quiere decir que los justifique. En un momento muy revelador, dos de los futuros instigadores de la revuelta conducen a un campesino a un desfile de la aristocracia en París, unos años antes de la fecha clave de 1789. El fervor popular es total. Pero los revolucionarios ven clarísimo que precisamente eso es lo que necesitan: exaltación. Sólo hace falta pulsar otro botón, y esperar el momento oportuno, un año malo para las cosechas, por ejemplo, para que la agitación se dirija a cortar la cabeza de aquellos a los que se vitorea. Esa masa que toma La Bastilla -no se pierdan la dickensiana descripción del hecho histórico, como si él mismo hubiera estado allí- terminará imponiendo de alguna manera un estado del miedo, una desproporcionada sed de venganza, simbolizada en la guillotina.
A Dickens no le interesa tanto la Historia (en mayúsculas) como la historia, y no tanto la historia como las historias (en plural). Al acercarse a unos pocos personajes y narrar sus peripecias el escritor le da una dimensión humana a aquella época histórica y espanta de alguna forma a la para él muy aborrecible masa. Sus elecciones, además, abarcan a todos los tipos sociales, fórmula con la que de algún modo intenta superar el odio interclasista. Un aristócrata francés que quiere ganarse la vida con su esfuerzo y no con su nombre, y marcha a Londres porque en Francia no se entendería su actitud; un doctor también francés castigado injustamente por el antiguo régimen hasta el punto de casi volverse loco; un abogado inglés fracasado y borracho, un damnificado del combate por el ascenso social; un banquero londinense chapado a la antigua pero de buenos sentimientos; un tabernero parisino antiaristócrata y animador de la revuelta; un recadero inglés que en sus ratos libres se dedica a exhumar cuerpos para la incipiente inquietud científica. Al mostrar a sus protagonistas en medio de la revolución, Dickens se apiada del ser humano, victimario pero también víctima de los excesos de la época. Merecen mención especial las protagonistas femeninas, porque la mujer es en esta novela la portadora de las emociones: las puras y las más oscuras. Capaz de lo mejor y de lo peor, del amor y la venganza fría. La esposa del tabernero, la tejedora de la calceta, siembra la semilla de la inquina que desemboca en la revolución. Son mujeres como ella las que empujan a sus maridos a desquitarse de tantos años de injusticia, e incluso son ellas mismas las que abandonan a sus hijos para armarse contra el enemigo. Enfrente, la hija del doctor, que teje la felicidad de los que tiene alrededor con su bondad; y su sirvienta, ejemplo de la abnegación sin preguntas.
Es el ser humano individual, con todos sus defectos, el que corrige de alguna forma los excesos de la masa. Es su sacrificio, su sufrimiento, que en algunos casos llega a la muerte, el que trae la esperanza del progreso. Dickens -que simpatiza con la revolución americana, mucho más atenta a la libertad que a la igualdad- se fija en algunos de ellos, viaja a los adoquines del París revolucionario y los acompaña. Y, de alguna forma, también los seguimos cientos de millones de lectores a lo largo de los tiempos.
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