Fragmentos de 'En la puerta del cielo'
Adelanto editorial
Bajo el título de 'La edad ligera', la editorial Athenaica publica en un solo tomo las dos primeras entregas de las memorias de Jacobo Cortines, 'Este sol de la infancia' y 'En la puerta del cielo'. Esta última llega a las librerías por primera vez
Todo es una difusa mancha azul, inquieta, dispersa por los tránsitos, la explanada del albero contigua a los pabellones, y la lejanía de los campos de deporte más allá de las hileras de árboles que delimitan los espacios de los cursos. De pronto ha sonado un timbre, y toda esa mancha deja de ir de un lado a otro para concentrarse en sus lugares de formación. Suena un segundo timbre, tan largo y estentóreo como el anterior, y se hace un silencio general mientras se incorporan los últimos rezagados. A mí me coge todo esto de improviso y no sé dónde ponerme. Todas las filas me parecen iguales; todos van, vamos, vestidos de la misma manera: con unos babis azules los de los cursos inferiores y unos comandos del mismo color los de los superiores. Yo debo meterme entre mis compañeros, pero no reconozco ninguna cara; no conozco a nadie. Las filas empiezan a moverse a medida que los inspectores hacen sonar sus silbatos, y yo aún no estoy en ninguna de ellas. Me pongo al final de una cualquiera, de la que está más cerca, y sigo a los que van delante, que suben por una amplia escalera. Es igual a aquella por la que antes del recreo había bajado, de mármol y con azulejos grises en los zócalos, pero la estatua del santo que está en el rellano me parece que no es la misma, y sigo hasta llegar a un estudio donde cada cual se dirige hacia su sitio. Al fondo y a la izquierda está la mesa del inspector en alto sobre una tarima. Miro el que pudiera ser mi pupitre, pero veo que está ocupado, y el inspector no es el mismo. Me he equivocado de estudio. Me he perdido.
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La Capilla de Villasís, con su altar adornado y presidido por una imagen del Inmaculado Corazón, la Patrona, con la fragancia de azucenas y ese efluvio proveniente de sus suelos encerados, con su rico artesonado, toda llena de alumnos y familiares en la solemne mañana. En el presbiterio, los curas. El provincial oficia la misa. En el coro un sacerdote anciano y huesudo, como flotando en su delgadez, nos hace entonar el villancico que hemos ensayado días atrás: "A quién llamo yo vida mía, / sino a ti, Virgen María". En el momento de la comunión, se adelantan unos curas jóvenes y leen algo en latín. Quedan claras tres palabras: "Paupertatem, Castitatem, Obedientiam...". Es el triple juramento solemne. Ahí, dicen, se queman las aficiones personales, los impulsos del corazón y las ansias de libertad. Al final, la marcha de San Ignacio, que enardece los espíritus.
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Y así se me va apareciendo una Sevilla que me cautiva a medida que me adentro por ella. Una Sevilla silenciosa, sin coches, sin tranvías, sin apenas nadie. De pronto un estrecho callejón que desemboca en una placita con tres columnas de mármol rematadas con cruces de hierro. Aunque ya el olor a azahar se haya esfumado, otros olores intensos te sorprenden de pronto, como el de alguna dama de noche en algún rincón. Y encuentro iglesias con espadañas altísimas que se recortan en el azul negro del cielo de verano. El Barrio de Santa Cruz, con ese aire de pueblo, es el que más me gusta, pero también otras calles que nos aproximan al centro, unas asimismo silenciosas, con sus particulares misterios, y otras que se van animando con sus anuncios luminosos, sus vistosos escaparates, sus bares y un gentío que se mueve de acá para allá a pesar de la noche, como iniciando una nueva vida. La ciudad animada y gozosa.
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Manda pintar las persianas de los pabellones de distintos colores: amarillas, celestes, verdes, rosas. Quiere darle a todo un aire nuevo. Sustituye el uniforme azul de chaquetas cruzadas por una burdeos, sin cuello, y pantalones grises. Y se lanza a una aventura mucho mayor: vender el viejo Villasís y remodelar el inacabado Portaceli. No es que vaya a terminarlo según la maqueta. Eso queda desfasado, antiguo, un sueño quimérico, una megalomanía triunfal, imposible de llevar a cabo en los tiempos presentes. Toda aquella sucesión de pabellones rectilíneos, todas aquellas bóvedas, espadañas y torres, todo aquel Escorial encalado pasa, tras años de obra inacabada, a la historia.
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La llegada a Málaga me deslumbra. Nunca me ha parecido ver una ciudad tan hermosa entre el mar y la montaña, con su gran avenida de exuberante vegetación y su monumental y manca Catedral, y las murallas en alto de la Alcazaba. Atravesamos la ciudad hasta llegar a El Palo, otro colegio de los jesuitas, donde hay también una especie de noviciado. Nos atienden con suma amabilidad, y tras la estancia de unos breves días como invitados, nos insinúan la posibilidad de ingresar el próximo curso como futuros prenovicios. Yo me imagino otra vez interno, y eso para siempre. La proposición no prospera.
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Dicen que Villasís se vendió mal. Por el artesonado de la capilla, de pino rojo y dorado, se había interesado el dueño de una sala de fiestas con la intención de ponerlo en su local, pero el ya propietario del edificio, el Monte de Piedad y Caja de Ahorros, se lo vendió a la Hermandad de la Esperanza de Triana para que lo colocase en su capilla de los Marineros; el púlpito fue a parar a Aznalcázar; los altares de San Luis y San Estanislao a una iglesia de El Garrobo; y muchas cosas valiosas se perdieron. Villasís como Colegio del Inmaculado Corazón de María había durado, con el paréntesis de los años de la República, casi medio siglo, de 1905 a 1950, fecha esta última en la que se efectuó el traslado a Portaceli con las consecuencias ya sabidas. Ahora Villasís no era más que un inmenso derribo en el corazón de la ciudad, donde todavía podían identificarse algunos elementos de la antigua construcción: paños de azulejos de las galerías altas, puertas, columnas, rejas...
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Trata de que tomemos plena conciencia de la responsabilidad de nuestros actos, de la libertad de la que gozamos para aspirar a una "vida nueva", ya que por el Bautismo estamos muertos para el pecado, pero vivos para Cristo. Hay que escuchar su llamada, porque quien no oye su voz camina hacia las tinieblas y su corazón se mancha con el pecado, al que sucede el tormento del remordimiento, que con toda probabilidad acabará castigado por Dios en el infierno. El pecado es un alejamiento del amor a Dios, y puede cometerse con pensamientos, deseos, palabras, actos y omisiones. El pecado puede ser mortal, cuando la transgresión ocasiona la pérdida de la vida de gracia; o venial, cuando no llega a quitarla por falta de materia grave o de plena advertencia o pleno consentimiento. Y la tentación es la incitación al alma, que el demonio propone a través del mundo y de nuestras pasiones. Pero siempre está la conversión, como retorno a Dios.
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Las películas las suele presentar Manuel Alcalá, y otras veces alumnos suyos, jóvenes universitarios, muy aficionados, que siguen al día las evoluciones del séptimo arte, algunos de ellos vinculados con la profesión. Se proyectan desde cortos de cine mudo, documentos del expresionismo alemán, primeras muestras sonoras, películas clásicas, hasta estrenos recientes como Sed de mal de Orson Welles, y mucho Alfred Hitchcock, Fritz Lang, los franceses de la Nouvelle Vague, los neorrealistas italianos, y, sobre todo, Bergman, uno de los cineastas predilectos del padre Alcalá. Del autor sueco hemos visto El manantial de la doncella, Fresas salvajes, El rostro, pero la que más me ha subyugado ha sido El séptimo sello: esa partida de ajedrez entre el Caballero y la Muerte. Los coloquios tras las proyecciones se prolongan en la tarde noche y suelen tener muchísimo interés. Qué diferente este cine, tan variado, vivo y polémico, de aquel tan ingenuo de los primeros años del internado en Villasís.
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Todo un curso con la Ilíada y la Eneida hace que me familiarice con los héroes griegos y troyanos: Aquiles, el de los pies ligeros, Ulises, Ayax, los dos Atridas: Agamenón, soberano de hombres, y Menelao; Patroclo, Héctor, de tremolante casco, Paris; y con los dioses: Zeus, portador de la égida, Apolo, Baco, Atenea, la de los ojos de lechuza. Un verso que se clava como una flecha y se queda para siempre: "Como el linaje de las hojas, tal es también el de los hombres".
Y el glauco mar, donde estaban ancladas las cóncavas naves; la llanura, escenario de las sangrientas e interminables batallas; las malas artes del perjuro Sinón; la ciudad incendiada; la muerte de Príamo; Helena escondida; Anquises a hombros de su hijo Eneas; el lucero de la mañana en las cumbres del Ida.
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De esta entrevista salgo con el alma partida en dos mitades; en la una, la tristeza por la incomprensión, con una sensación de fracaso, de decepción, con un sentimiento de culpa como si hubiera cometido una traición, un confuso remordimiento por la acusación de cobardía; pero en la otra siento la liberación de una carga, el despertar de una pesadilla. He sabido resistir y he vencido. He sabido decir no, y a nadie tengo ya que dar cuentas de lo que haga. Me siento ligero, como impulsado a un mundo que comienza a abrirse. Recojo mis cosas y me voy para la estación. Córdoba queda atrás. Pronto pierdo de vista la sierra y con ella la tensa entrevista que he mantenido. Pero más atrás queda Portaceli, la Puerta del Cielo, con sus castigos y dignidades. Atrás quedan el niño interno y el adolescente que soñó un día ser un apóstol misionero. Por delante Sevilla, donde he de matricularme en Filosofía y Letras.
Del prólogo a 'La edad ligera', de Ignacio F. Garmendia
"Veinte años ha necesitado Cortines para concluir la segunda entrega de las memorias, que antes de su título definitivo, 'En la puerta del cielo', llevó el provisional de 'Inmaculado Corazón' o 'Corazón inmaculado', igualmente alusivo a los soldados de Jesús con quienes el escolar cursó el bachillerato, en las aulas de Portaceli que era entonces "el mayor colegio de España, el más codiciado por la aristocracia y la burguesía andaluza."
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