Wilde en España
José Esteban analiza la recepción de la figura y la obra del irlandés en el primer tercio del siglo XX.
Galdosiano militante y estudioso de la bohemia, la narrativa social o la literatura del exilio, el editor, narrador y ensayista José Esteban es un hombre de plurales saberes cuya erudición se ha alimentado al margen de los circuitos universitarios. Tal vez por ello sus libros tienen un grado de amenidad poco habitual en otros investigadores, como prueban las dos últimas entregas: La generación del 98 en sus anécdotas (Renacimiento) y Los amigos españoles de Oscar Wilde (Reino de Cordelia), obras misceláneas que alternan la cita y la glosa y reflejan, un tanto desordenadamente, su familiaridad con el contexto general de la Edad de Plata.
En la segunda de ellas, que se remite a menudo a los datos aportados por Sergio Constán en Wilde en España (Akrón, 2009), Esteban ha reunido los testimonios que sobre la figura y la obra de Oscar Wilde dejaron los escritores españoles entre la muerte del gigante irlandés en 1900 y el final de la década de los 20. En ese primer tercio del siglo, multiplicado su ascendiente por efecto del escándalo derivado de su proceso por 'sodomía', Wilde o el affaire vinculado a su nombre -maldito durante décadas- fueron un tema recurrente en los diarios y las tertulias de toda Europa. Resulta por ello interesante, para calibrar las reacciones de la sociedad literaria que alumbró entre nosotros el modernismo y las vanguardias, el recuento que propone el antólogo, pero hay que decir que la mención a los "amigos" del título no puede aplicarse a todos los autores recogidos en el volumen. Con buen criterio, Esteban traza una divisoria entre los contemporáneos de Wilde -tanto los que lo conocieron directamente (Galdós, Sawa, los Machado, Baroja) como los que sólo supieron de su arte (Valle, Benavente)- y el resto, que a su vez se dividiría en una segunda generación -la llamada del 14- formada por los Ortega o Pérez de Ayala y una tercera a la que pertenecerían Cansinos Assens o el inefable Hoyos y Vinent, wildeano de opereta. A continuación comienza el recorrido.
A decir de Gómez Carrillo, que nunca fue un cronista demasiado fiable y en este caso no lo parece en absoluto, Wilde lo interpeló en París, pocos meses antes de su muerte, cuando lo vio sentado junto a don Benito: "¿Me hace usted el favor de presentarme al ilustre autor de Marianela?" Sawa se preciaba ante todo de su amistad con Verlaine, pero sabemos por Cansinos, que no da más detalles, de su devoción por el "pobre amigo Wilde". En relación con Baroja -otro que anduvo por el París fin de siècle-, dice Esteban que su "desprecio" hacia el dandy caído en desgracia fue sólo aparente, pero luego transcribe un pasaje de sus memorias donde el vasco, tras celebrar las comedias "chispeantes y alegres" de Wilde, afirma, respecto del Corydon de Gide, que la defensa del "homosexualismo" equivaldría a "hacer la apología del herpetismo o de las hemorroides". Del divino Rubén se reproduce un cuento piadoso -que compuso como elogio fúnebre- donde el nicaragüense destaca la calidad estética de "ese admirable infeliz". El mencionado Carrillo, que presume de su "larga amistad" con Wilde, se ocupa de precisar -como si alguien lo hubiera dudado- que "no encuentra hermosas sino a las mujeres". Por su parte, la evocación de Manuel Machado -La última balada del poeta inglés- es tal vez lo mejor del volumen, donde el "parisién de la Macarena" brilla a gran altura.
De Gómez de la Serna -en la pudorosa traducción de las Obras Completas de su hermano Julio, publicada por Aguilar, se han iniciado generaciones de lectores de Wilde- se ofrecen varios escritos, entre ellos una selección de pasajes pertenecientes a un estupendo prólogo que formaría parte de sus Retratos. El siempre relamido Ortega, hablando de Salomé, no entra para nada en el 'caso'. Pérez de Ayala, en cambio, no hace otra cosa, mostrando bien poca simpatía -no extraña en quien afirmó que "la gracia de Benavente es la del maricón que murmura de los demás"- hacia el que califica como spoiled baby o "niño mimado y echado a perder". Gran conocedor de la obra de Wilde, Alcalá Galiano celebra la leal biografía de Frank Harris, que fue traducida en España por Ricardo Baeza. El verboso y pintoresco Dorio de Gádex se deshace en "lágrimas misericordiosas", pero Ruano -no lo hubo más canalla- rebaja el mérito de Wilde, se permite -¡precisamente él!- hablar de su "inmoralidad" y luego se descubre, como buen hipócrita, ante su tumba. Margarita Nelken prologa respetuosamente su propia traducción de De profundis, que tituló La tragedia de mi vida. Hay en fin un escueto apunte del peruano Sassone, la ambigua necrológica de Ciges Aparicio -que habla de un "ser refinadamente depravado de cuerpo y alma", pero capaz de producir obras bellas- y un fragmento de las memorias de Zamacois donde el novelista revela la mezquindad injuriosa de Coppée a la hora de sumarse a una petición de perdón dirigida a la reina Victoria.
La lectura de la antología deja, así pues, un sabor agridulce. Por una parte, encontramos pocas muestras de verdadera solidaridad con el perseguido y apenas un análisis de su obra que merezca ese nombre. Por otra, aunque no cabía esperar que en España los prejuicios frente a la homosexualidad fueran menores que en Inglaterra, sorprende el modo más bien desdeñoso con que se expresan al respecto incluso los mejor dispuestos hacia el autor de Intenciones. Nada extraño, por lo demás, cuando prohombres como Bernard Shaw -uno de los pocos que se atrevieron a defender a Wilde- había vinculado su "perversión" a la acromegalia.
José Esteban. Reino de Cordelia. Madrid, 2013. 152 páginas. 14,95 euros
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