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Vindicación de Maquiavelo

'El Príncipe', un tratado de política para una sociedad cambiante y una obra decisiva en la Edad Moderna, sigue generando todavía bastante polémica cinco siglos después de su redacción

Vindicación de Maquiavelo
José Abad

02 de enero 2014 - 05:00

En el año 2013 que acaba de concluir se cumplieron cinco siglos de la redacción de El Príncipe, una obra esencial en la consolidación de la Edad Moderna. Entre los varios libros de interés y artículos de circunstancias que intentaron avivar el fuego de Nicolás Maquiavelo, aún sorprendemos textos armados con la misma batería de argumentos con que El Príncipe fue perseguido durante siglos, dando lugar a una corriente de pensamiento cuyo único fin era desmentir la obra y demonizar al autor. En un artículo titulado Las manos sucias de Maquiavelo, lamentable aggiornamento de las principales tesis del antimaquiavelismo, María José Villaverde escribía hace unos meses: "Lo que El Príncipe enseña al gobernante es cómo adaptarse a las circunstancias para conservar su poder (legítimo o ilegítimo), por medios lícitos o ilícitos" (El País, 6/VII/2013). La celebración de la efeméride pudiera haber servido al menos para combatir bulos semejantes. Maquiavelo no fue el teórico del poder por el poder, sino el de la gobernabilidad. En sus ensayos, el genio intentó responder una pregunta ardua: ¿Qué gobierno privilegiar en una sociedad cambiante?

Para entender cualquier texto debemos empezar situándolo cuidadosamente en su contexto. ¿Y cuál era la situación de la península italiana en torno a 1513, cuando Maquiavelo concibió su Príncipe? Mientras España, Francia e Inglaterra habían conseguido unir sus respectivos territorios en un Estado único -con las dificultades y tiranteces que sabemos-, Italia era, y seguiría siéndolo durante mucho tiempo, un mapa desgarrado, un mosaico de pequeños estados en precario equilibrio: el Ducado de Milán, la República de Florencia, la de Venecia, los Estados Pontificios en órbita alrededor de Roma o el reino de Nápoles (por señalar únicamente los núcleos de mayor influencia) firmaban alianzas o se declaraban la guerra con un desparpajo desconcertante. Las principales potencias extranjeras, aprovechando esta fragmentación, convirtieron Italia en un suculento pastel del que todos pretendían la porción más grande: la corona española presionaba por el sur, en tanto Francia y Alemania lo hacían por el norte, sin hallar una resistencia firme. En virtud de estas exigencias históricas, a pesar de sus simpatías por la República (el gobierno de todos), Maquiavelo reflexionó sobre el gobierno de uno, y de ahí surgió De Principatibus (De los principados), que éste y no otro es el título original del opúsculo. La figura del Príncipe Nuevo respondía a una cuestión perentoria: definir e inspirar al caudillo capaz de unir bajo su persona las principales ciudades estado italianas y que convirtiera Italia en un Estado nación a la par de los demás.

En el artículo citado, María José Villaverde sostiene: "No me parece que Maquiavelo sea hoy un ejemplo a seguir". En los términos en que ella plantea la cuestión -es decir, en su pretensión de que una obra de hace cinco siglos tenga una aplicación práctica en nuestro tiempo presente-, no son ejemplos a imitar ni él ni Tomás Moro ni Santo Tomás de Aquino ni, si me apuran mucho, el mismísimo Jesucristo. Maquiavelo no escribió El Príncipe para nosotros, sino para sus coetáneos. En esta y otras obras, defendió que esa sociedad surgida de las ruinas medievales -una sociedad urbana, laica, dinámica- debía administrarse con conocimiento de causa, sin someterse a instancias superiores, implicando a la ciudadanía. En Maquiavelo. Los tiempos de la política (Paidós, 2013) -una ejemplar introducción a la obra del secretario florentino-, Corrado Vivanti lo plantea de este modo: "Maquiavelo no pierde nunca la esperanza de llegar a encontrar un remedio para los males que afligen Italia: podía ser la llegada de un personaje de excepción, como el soñado en El Príncipe o también una prolongada obra de educación que, extrayendo enseñanzas del modelo de los primeros siglos, estuviera encaminada a construir un pueblo virtuoso".

Tampoco estoy de acuerdo con Villaverde cuando afirma: "La ética de Maquiavelo es el reverso de la ética cristiana. Y las virtudes que ensalza (ambición, crueldad, engaño y mentira), la cruz de las recomendadas en los espejos para príncipes de la época: honradez, justicia, benevolencia". Empecemos por lo más urgente: Maquiavelo jamás ensalzó la ambición, la crueldad, el engaño o la mentira; jamás actuó con esa doblez, hipocresía o perversidad que suelen atribuirle. Lo diré de otro modo, aunque resulte paradójico: Maquiavelo no fue un tipo maquiavélico. A diferencia de otros speculum principis, muy famosos en el Medievo tardío y el Renacimiento, El Príncipe ofrece una lección pragmática de la realidad, sin vaselina que valga. Permítanme que me cite a mí mismo, trayendo a colación un pasaje de mi libro Las cenizas de Maquiavelo (Comares, 2008): "El edificio maquiaveliano se cimienta en la racionalidad y el laicismo (no paganismo, no amoralidad). El suyo es un enfoque clínico del evento político, no un enfoque cínico como pretenden sus detractores. Schopenhauer empleó un símil luego muy repetido: Maquiavelo enseñaba política como el maestro de esgrima su arte, sin tener en cuenta qué uso harán de él sus alumnos, si salvar doncellas en peligro o rebanarle el pescuezo a ancianos ricachones". Fin de la cita, ya saben.

Maquiavelo no escribió para nosotros, he dicho; lo que no supone que no pueda darnos alguna que otra lección. Su actitud combativa entra de lleno en la esfera de lo políticamente incorrecto (y, por ende, políticamente necesario). En Maquiavelo frente a la gran pantalla (Akal, 2013) -un jugoso ensayo sobre cine y sociedad que demuestra que el florentino sí es un ejemplo a seguir-, Pablo Iglesias Turrión señala: "Maquiavelo es el primer malvado maestro con el que todo estudiante de política debería caminar para no creerse esa película tan repetida de que las instituciones depositarias del poder representan la salvaguarda de los intereses generales o una suerte de contrato social". Bastaría con echar una ojeada a la actualidad para comprobar que los auténticos maquiavélicos se encuentran justamente en las filas de quienes pretenden colgarle el sambenito a ese hombre lúcido y honesto que fue Nicolás Maquiavelo.

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