Viejas voces castellanas

Literatura

Ejerció su oficio con la sabiduría y la humildad de un esforzado artesano, consciente del valor de su trabajo y sin darse demasiada importancia

Ignacio F. Garmendia

13 de marzo 2010 - 08:46

Hay otros prosistas, señaladamente Cela, pero Delibes es el gran novelista de su generación. Lo habitual es que los muertos reciban elogios desmedidos y no siempre sinceros, pero en este caso no cabe duda de que estamos ante uno de los pocos autores imprescindibles de la narrativa española contemporánea. Ahora bien, la trayectoria del escritor castellano, que empezó ganando el Nadal y no perdió nunca el favor de los lectores, también ha tenido detractores. En la época no precisamente brillante del experimentalismo, la obra de Delibes –que contiene ejercicios tan virtuosos como el monólogo de Cinco horas con Mario (1966)– fue contemplada con cierto desdén por los partidarios de novedades que han resultado ser, pese a los beneficios de la propaganda, bastante perecederas. Tampoco la intención social que se aprecia en muchas de sus mejores novelas –Las ratas (1962) o Los santos inocentes (1982)– les pareció suficientemente comprometida a los críticos del realismo militante, hoy felizmente desacreditado. Otros, en fin, señalaron la limitación de temas y espacios o el tono mesocrático, como dirigido a la clase media provinciana, de unos relatos que les parecían anclados en el tiempo y quedaron relegados, en su estima, por la eclosión del boom hispanoamericano.

Miguel Delibes vio pasar las modas sucesivas con indiferencia, reconcentrado en su mundo literario. No era amigo de la retórica, y después de unos inicios que él mismo calificó de vacilantes, a partir de El camino (1950) –una de sus obras maestras, junto con Diario de un cazador (1955)– optó por la música del “castellano vulgar”, una lengua sencilla pero muy elaborada, de léxico sobrio pero extraordinariamente preciso. Escribió de lo que conocía, de la áspera tierra mesetaria, de los campesinos que vieron cómo la emigración masiva y la mecanización de la agricultura acababan con su modo de vida, de los cazadores que sabían respetar el medio sin abusar de la ventaja del arma. De las viejas historias de Castilla la Vieja. Amó la Naturaleza desde el profundo conocimiento del campo y de sus gentes, entre quienes aprendió esas voces seculares que hoy sólo se oyen en sus libros. Combatió la cara menos amable del progreso, por los años en que la barbarie desarrollista y el discurso tecnocrático destrozaban todo a su paso. Sintió el final de un mundo y supo retratarlo para siempre.

Era un hombre conservador y de hondas creencias religiosas, pero su pragmatismo liberal no condescendía a las actitudes hipócritas, menos aún a los golpes en el pecho. Como periodista y como escritor mantuvo el pabellón de la dignidad personal al margen de ideologías, mostrando en todo tiempo un alto sentido de la honestidad y de la justicia. Hace unos años se publicó la correspondencia de Delibes con Josep Vergés, su editor de siempre. A lo largo de décadas, estos dos hombres que apenas se veían mantuvieron una estrecha amistad epistolar que ejemplifica muy bien un modo antiguo de relación basado en el respeto, la lealtad, el valor a la palabra dada. Escribió mucho, porque vivía de eso, y en la mencionada correspondencia se ve que le preocupaban las ventas de sus libros. No en todos ellos brilló a la misma altura, pero siendo un artista, ejerció su oficio con la sabiduría y la humildad de un esforzado artesano, consciente del valor de su trabajo y sin darse demasiada importancia. También se ocupó de promover, desde El Norte de Castilla, a los jóvenes escritores, entre ellos su paisano Umbral, que prefirió tomar como modelo a Cela, para lo bueno y para lo malo. Delibes lo quería, a su antiguo protegido, pero no logró que le gustaran sus novelas, que juzgaba escabrosas y faltas de sustancia. Tan profesionalizado como Cela, pero volcado en la vida familiar y poco dado al exhibicionismo, Delibes eligió la discreción, lo que lleva camino de convertirse en una rareza. También en este sentido, todos los elogios se quedan escasos.

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