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Vidas de frontera

La nueva novela de Edmundo Paz Soldán combina tres historias independientes que recrean las peripecias de inmigrantes latinoamericanos al otro lado del Río Grande

Vidas de frontera
Ignacio F. Garmendia

22 de junio 2011 - 10:06

Norte. Edmundo Paz Soldán. Mondadori. Barcelona, 2011. 288 páginas. 21,90 euros.

La conflictiva relación de los Estados Unidos con los inmigrantes de origen latinoamericano, especialmente en las ciudades fronterizas con México, es un tema espinoso en el país de la inmigración por excelencia. Los prejuicios raciales, el miedo a la pérdida de una presunta homogeneidad cultural o el temor a la expansión de la lengua española han propiciado políticas restrictivas que buscan reducir o controlar muy severamente un flujo constante de población que no ha dejado de crecer en las últimas décadas, convirtiendo a la minoría hispana en una parte importante de la nación. Muchos de ellos logran integrarse y otros se ven abocados a la marginalidad, pero el destino de estos últimos –y el acoso cada vez mayor de los sectores ultraconservadores– no ha disuadido a otros muchos de intentar el ‘salto’ a un Norte idealizado que en el imaginario del continente sigue asociado a la prosperidad, como la tierra de las oportunidades donde todos los sueños son susceptibles de realizarse.

Profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell y residente en Ithaca, Nueva York, Edmundo Paz Soldán lleva más de veinte años viviendo en los Estados Unidos y conoce de primera mano la realidad de la inmigración, pero su mirada sobre un fenómeno tan complejo no está condicionada por planteamientos convencionales, buenistas o políticamente correctos. Norte, su nueva novela, recrea las vidas de varios personajes que ejemplifican de un modo extremo las dificultades a las que se enfrentan los expatriados cuando se encuentran en un mundo extraño, alienados y desprovistos de las mínimas referencias, pero también perseguidos por sus propios demonios. Sus experiencias están narradas en tres historias independientes con mínimas conexiones, contadas en capítulos alternos que abarcan desde los años treinta hasta la actualidad y se ubican en distintos momentos y escenarios –México, California, Texas–, formando una estructura compleja pero perfectamente inteligible.

Tres son los personajes principales de la novela, “latinoamericanos perdidos en la inmensidad de los Estados Unidos”. Tal vez el más logrado, y desde luego el más inquietante, es Jesús, un inmigrante mexicano cuya trayectoria está basada en la de un violento asesino en serie conocido como The Railroad Killer, cuyos crímenes y fechorías aparecen descritos sin filtros, de un modo visceral y descarnado. El segundo es Martín, otro inmigrante sin papeles que es recluido en un psiquiátrico donde lleva a cabo una obra artística que logra cierta celebridad, como un caso excepcional de pintor autodidacta. Ambos, el verdugo indiscriminado y la víctima inocente, representan sendas formas de locura, una orientada a la destrucción y otra dirigida a la creación, aspectos que confluyen –sólo que a pequeña escala y con menor atractivo– en el tercer personaje, Michelle, una joven estudiante boliviana de literatura que también dibuja cómics y se ve inmersa en una tormentosa relación con un profesor universitario. Es la más racional, aunque tampoco esté libre de sinuosidades, la más próxima en el tiempo, la única que asume la primera persona y la pieza que completa el puzle.

Todos ellos, y también los secundarios, son seres desplazados, en los que el exilio ha producido algún tipo de perturbación o extravío, grave o llevadero. Sienten miedo e indefensión, de donde la vulnerabilidad, pero también la desconfianza, la furia. El retrato de los personajes, que desprenden verdad por todos los poros, es uno de los grandes aciertos de la novela. Otro es la estructura, el ritmo fluido de unas escenas que se suceden con naturalidad pese a los muchos planos que abarca la narración. Otro, en fin, es el uso del lenguaje, frío, analítico, distante y antirretórico, con los diálogos insertos en un texto que recrea muy verosímilmente los registros coloquiales, términos propios del español hispanoamericano junto a expresiones inglesas o híbridos fruto del mestizaje.

El interés de Paz Soldán por la violencia ya estaba en su novela anterior, Los vivos y los muertos, y comparece de nuevo en Norte. Ahora bien, pese a la crudeza o escabrosidad de muchos pasajes, los referidos a la historia de Jesús, no hay esa complacencia morbosa que caracteriza otros relatos de asesinos psicópatas. Son pasajes incómodos y terribles, pero el lector entiende que su inclusión está justificada. Por otra parte, el autor no propone una relación de causa efecto entre la pérdida de las raíces y el completo desvarío, se limita a señalar unos pocos casos en los que el sueño de una vida mejor ha acabado en pesadilla, poniéndose en el lugar de los ‘perdidos’ e intentando comprender sus razones. El discurso de la novela tampoco excluye, por lo demás, lo que la emigración tiene de apertura a otros horizontes. En casos extremos, el desarraigo puede conducir a la enajenación, pero también ofrece una libertad sin ataduras y la nada desdeñable posibilidad de empezar de nuevo.

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