La ventana
Luis Carlos Peris
Reventa y colas para la traca final
ROMA. Ugo Cornia. Trad. Julio Carrobles. Periférica. Cáceres, 2016. 136 páginas. 15,90 euros.
A Ugo Cornia lo hemos conocido gracias a las traducciones de Periférica que está publicando sus libros siguiendo el orden de aparición de las ediciones originales, Sobre la felicidad a ultranza (1999), Casi amor (2001) y ahora Roma (2004), tercera novela de un autor que no tiene reparos en protagonizar sus narraciones -él mismo ha afirmado que cuando escribe no inventa nada- o en prestar a su personaje buena parte de las vivencias propias. El desfase en la recepción incita a la curiosidad por saber cómo habrá evolucionado un Cornia, ampliamente reconocido en Italia, que ha publicado después más de una decena de libros y cumplió los cincuenta el año pasado, aunque en Roma es todavía un entrañable treintañero que se debate entre los eventuales trabajos de subsistencia y su natural tendencia al hedonismo. Los editores lo comparan con "el mejor" Woody Allen o con aquel maravilloso Antoine Doinel, inolvidablemente interpretado por el gran Jean-Pierre Léaud, que protagonizara la serie de películas de Truffaut. A nosotros nos recuerda al narrador ingenuo, encantador y bienhumorado de las estimulantes novelas de Fernando San Basilio.
Vividor, andariego y noctámbulo empedernido, el protagonista de Roma, natural como Cornia de la ciudad de Módena, arrastra una mentalidad tardoadolescente que puede parecer inmadura, pero encierra en su pregonada indiferencia una voluntad de resistir a los imperativos biempensantes o de impugnar los valores que la sociedad -más aún ahora, tras la última crisis, que en los noventa en los que se sitúa la acción de la novela- ha asumido como deseables, muy en particular el que propugna la necesidad de trabajar, literalmente, a cualquier precio, pues es verdad -hoy como ayer- que "en el ambiente flota esa idea de que alguien que no trabaja es un ser inferior", un inadaptado, un vago o un maleante. No habiendo más remedio que hacerlo para ganarse la vida, lo que no pueden pedir los 'empleadores' o los insufribles gurús del 'emprendimiento' es que todos interioricemos la jerga barata del desarrollo personal y aquí es donde Cornia, en su aparente ligereza, da en el clavo.
Antes de marchar a la capital para incorporarse durante seis meses a una "gran empresa", oportunidad que no sabe si interpretar como suerte o como desgracia, el narrador, que confiesa no haber trabajado casi nunca, ha ejercido de repartidor de tarjetas censales, de lavaplatos a tiempo parcial, de cumplimentador de declaraciones de la renta o de archivero en el mismo negociado, donde con muy buen criterio se extraña de las quejas habituales de los contribuyentes por el pago de impuestos que a él no le parecen altos o no tanto como para estar "a todas horas haciéndose mala sangre". Luego sabemos que también de adolescente, para sufragarse un escúter, trabajó como troquelador o chapista y en otra ocasión, siempre brevemente, como empleado de la limpieza de un gimnasio municipal, trabajos esporádicos que se suman a un currículum escuálido que no le importa ni mucho ni poco. En la empresa romana, se ocupa de una actividad imprecisa -"consistía en dar explicaciones sobre los servicios y las tarifas relativas a estos servicios, y sobre cómo hacer ver todo esto de la manera más clara posible a los clientes de dichos servicios"- que tampoco le interesa nada, pese a los vanos intentos de una compañera que trata de introducirlo en la 'ciencia' del márketing.
Para el renuente, los "no desempleados" se dividen en trabajadores y no trabajadores, de la misma manera que hay pensamientos laborales y no laborales, siendo así que "al no trabajador la vida no laboral se le aparece de inmediato como la vida verdadera o la vida plena". La distinción, claro, no se refiere tanto a la condición, casi inevitable, como a la manera de entenderla, y la diferencia la marcan quienes no se toman en serio el "llamado perfil profesional", las historias sobre el "valor añadido", el bochornoso "nosotros" de la empresa o el discurso -propio de los "idiotas que quieren hacerse con una posición"- sobre el trabajo como forma de 'realizarse'. Más allá de la alienación resultante de una "jornada organizada", el deseo de independencia se extiende a las relaciones sentimentales -para las que el amor sería una amenaza- o al ámbito de la imaginación, un refugio al margen de las pretensiones identificadoras o identitarias. Hay frente a ellas el "vacío que crea espacios", por ejemplo en la alta madrugada, y un "ejercicio físico-espiritual de vaciamiento" que puede practicarse -estar pero no estar, hacer sin conciencia de hacer- como "defensa contra el todo".
El estilo coloquial, naturalmente digresivo de Cornia se permite abundantes divagaciones, sobre la inutilidad de viajar "y todo ese furor demente de tener que ver cosas a la fuerza", sobre las dificultades para fumar en horas de trabajo o para convivir con novias no fumadoras, sobre las urbanizaciones o los transportes públicos o sobre las habitaciones llenas o vacías. Y como en los libros anteriores, todas sus palabras desprenden vitalismo, pues al margen del empleo de turno prosigue la búsqueda de "instantes felices hechos de pensamientos felices": un paseo despreocupado, unas horas de sexo o de conversación amigable, una ráfaga de aire fresco, la luz demorada de la estación cálida. No hay trama propiamente dicha, pero el monólogo del narrador seduce por su fluidez, su franqueza, su falta de pretenciosidad, su ironía o esa forma característica de expresar hondas perplejidades de la manera más sencilla.
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