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Contra la autoficción

La huida de la imaginación | Crítica

Vicente Luis Mora carga en su nuevo libro contra un género que da la espalda a aquello que convierte a la escritura en un arte, la imaginación.

El ensayo trasciende la crítica literaria para ofrecer la radiografía de una época marcada por el exhibicionismo.

El crítico, poeta y narrador Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970). / Jm Rodríguez
Luis Manuel Ruiz

27 de octubre 2019 - 06:00

La ficha

'La huida de la imaginación'. Vicente Luis Mora. Valencia, Pre-Textos, 2019. 304 páginas. 25 euros

Los polvos de los que estos lodos vienen se levantaron en los sesenta y los setenta, en la tolvanera del postestructuralismo. Allí los intelectuales aprendieron a despreciar todo discurso objetivo, afianzado en la cosa, so pretexto de que era una máscara del totalitarismo político, que sólo respeta una voz y un deseo: la escuela de la sospecha obligaba a vigilar todos los prejuicios arraigados en nuestro modo de entender el universo desde la cuna al despacho, y entre ellos había que relativizar la salud y la enfermedad, la educación y la falta de ella, cordura y desenfreno, arte y basura. La resaca de ese tipo de planteamientos presuntamente libertarios la vemos diariamente en los estados de Twitter: si todo punto de vista posee un valor como ángulo único desde el que se contempla la realidad (algo que ya preconizó Ortega), si toda mirilla, alta o baja, empañada o diáfana, es legítima puesto que expresa una posición determinada, entonces puedo, debo incluso, gritar mi opinión a los cuatro vientos sobre esto y aquello, lo divino y lo humano, venga a cuento o no, posea yo información o no al respecto, porque lo que disculpa mi opinión es que es mía y nada más.

La tragedia de una cultura democrática, entendido este adjetivo en su sentido más vacío y descorazonador, es el trasfondo sobre el que se desarrollan los análisis de Vicente Luis Mora en La huida de la imaginación, un ensayo de crítica literaria que, lejos de quedarse en el estudio y denuncia de cierta situación de carencia en nuestras letras actuales, va mucho más allá y ofrece toda una radiografía de época. Dicha situación es obvia a todo el que quiera detenerse a mirar, como bien delata la concesión del premio literario mejor dotado de este país (premio y finalista): bajo la proliferación vegetal de novelas de nuevo cuño que son sólo novelas en el nombre, bajo las que se oculta una descarada tendencia al narcisismo y la autoexhibición, que con debilísimas excusas de recuperar no sé qué memoria, diseccionar no sé qué clase social, rescatar no sé de dónde a no sé qué pintor-escultora-dramaturgo/a nos endilga soporíferos libros de memorias que ni sus propios autores pueden soportar sin desmayo, lo que se oculta es la falta de imaginación. Así de crudo y simple.

La autoficción (interpreto ahora las tesis de Mora, hasta donde mi lectura me lo permite), ese nuevo Eldorado de las editoriales mayoritarias al que se han sumado nombres bien sólidos de nuestra literatura presente, es el más cobarde y haragán de los géneros, si de un género se trata. Por motivos comerciales y pecuniarios se presenta a sí mismo como novela, que es lo que mejor luce en los escaparates de novedades, pero a cambio nos endilga algo que no tiene nada que ver con ella: el recuento funcionarial, vergonzante, de la vida diaria, presente o pretérita, del escritor, desde las píldoras que toma con el desayuno hasta las espinillas que le avergonzaban a los quince años, con un interés mínimo por eso que convierte a la escritura en arte, que es, básicamente, la imaginación. Sobre este concepto, el de imaginación, habría tanto que decir y tan largo, y subrayar de modo tan grueso su importancia en la entera historia de las letras y los pinceles (súmense pentagramas y cuanto se quiera), que mejor me detengo. Baste con señalar que el desacato y la alarma dan para más, para mucho más, de cuanto abarca el muy educado librito de Mora, que de todos modos constituye una punta de lanza muy satisfactoria.

La autoficción es un síntoma de la creatividad literaria agónica que sufre nuestro país

Más o menos la trama del crimen sigue este esquema: la autoficción es una literatura escuálida y burda porque prescinde de la inventiva (no sólo en su incapacidad de imaginar vidas alternativas, mundos paralelos, personajes que no viven puerta con puerta, también en su esquematismo estilístico, plagiado del periodismo); los grandes autores, o los tenidos por tales, hacen autoficción porque es más fácil de producir (el mercado editorial obliga a estar siempre en el candelero) y, sobre todo, de consumir; el público ingiere mucho mejor y con mucha mayor comodidad aquello que entiende sin tapujos, o sea, lo que tiene más cerca: el telediario, la vida del vecino, su ciudad, su casa, el aquí y ahora; el mercado se convierte en último árbitro no sólo de lo que debe y no debe publicarse (lo que agrade a la mayoría), sino, en último término, de lo que debe ser arte y no, amparado en el muy discutible principio (al que aludía antes) del democratismo estético. Así, pues, la autoficción, en su vertiente de huida de la imaginación, es, lejos de una moda pasajera y pintoresca, un síntoma de las condiciones agónicas que padece la creatividad literaria de nuestro país.

Portada del libro.

Capítulos satélites extienden este núcleo temático del ensayo en otras direcciones no menos punzantes: ¿qué es y que no es cultura de masas? ¿Son necesarias las élites en el ámbito del gusto? ¿Por qué lo llaman literatura cuando quieren decir periodismo? ¿Escribe uno para vender libros o sólo por el placer, u obligación, de escribir? Si esto último, ¿está autorizado el arte a cumplir una mera función de onanismo? ¿Hay un criterio radical, matemático, para distinguir un libro bueno de otro malo? Fórmula esta última, por cierto, que confieso llevar buscando durante años y que extravío a menudo, a pesar de mi (eventual) posición de crítico.

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