Vestido de luces
HA muerto Fernando Ortiz. Y todavía no me lo creo. Quizá no me haga a la idea. Hay personas y escritores nacidos para la vida, instalados en ella como si fuera patrimonio propio. Es difícil imaginarse muerto a Lorca, a Rafael Montesinos o a Vicente Tortajada. Tal es el empuje de su entusiasmo, la sal de su ingenio y la gravedad de su inteligencia, que nos parece imposible que... Y sin embargo, el portón de chiqueros ya está abierto.
Conocí a Fernando Ortiz cuando vine a Sevilla a estudiar la carrera. Ya había publicado su primer libro, Primera despedida. Me gustó tanto que hice por conocerlo. Él ya tenía más de treinta años y había fundado la editorial Renacimiento con Abelardo Linares, que continuó solo con ella. Los primeros libros editados fueron de Rafael Alberti, Aquilino Duque y una revista en homenaje a Juan Gil-Albert, que entonces muy pocos conocían.
No sabemos qué es un maestro literario. Desde luego y en primer lugar, ha de sentir entusiasmo por el hecho mismo de leer y escribir. Debe pensar -con bastante optimismo- que cuando menos se espera salta la liebre y que en cualquier momento un joven puede ser, en ciernes, un buen poeta. Necesita además saber poesía, con el imprescindible utillaje técnico de nuestra tradición literaria. Un maestro necesita clarividencia: adivinar cuál es el mundo original en que el poeta está instalado. Sólo desde ese tolerante respeto puede enseñarnos. Por último, un maestro debe ser excelente en su oficio. Creo que Fernando Ortiz reunía más que de sobra esas condiciones. Javier Salvago, Vicente Tortajada y tantos otros no podrían dejarme mentir o exagerar. Somos bastantes los que algo le debemos en nuestra brega literaria.
Fernando Ortiz fue poeta y maestro de poetas, pero sus versos no son redichos ni herméticos. El castellano es una lengua adulta, con mucho folclore. De él nace El Quijote, como nos enseñó Machado. La poesía de Fernando Ortiz brota de la vecindad de las palabras con el alma propia y la de tantos que hablan nuestro idioma. Aquel román paladino -al decir de Berceo- con que la gente habla a su vecino. Un poeta es un eslabón de la cadena. Conoce y ama el idioma de todos y ese todos incluye a los hablantes y poetas vivos y muertos. La tradición literaria es el gran río de aguas vivas en que sumerge sus versos. Por eso Fernando Ortiz nos recordó que tradición y originalidad no son contrarios, sino complementarios. De ahí que el poeta deba conocer el viejo, querido utillaje de la vetusta retórica. Las fuentes literarias son eso: manantial del que brota agua nueva, donde cualquiera, y he dicho cualquiera, puede asomarse y reconocerse. La lectura fue para Fernando Ortiz el más sano ejercicio de tolerancia. Nos obliga a reconocer la exclusividad del otro. El poema, como el abrazo carnal, anula mientras dura los errores propios y ajenos, la indiferencia del solitario.
De Antonio Machado aprendió que la poesía, como la música, es un arte temporal. Las trampas del tiempo, como las trampas de escribir, son innumerables pero no podemos escapar, no hay otra. Hay que navegar en la barcaza endeble sobre las olas del tiempo para acaso encontrar aquello que, de algún modo, es intemporal y puede servir a los lectores de dentro de muchos años, tiempo adentro. Es la gran paradoja machadiana: soledad y comunión, un mar de tiempo y una gota de eternidad. "¿Qué es esa gota que grita / Al mar: soy el mar?". La muerte ha cogido a Fernando Ortiz de madrugada. Hasta el día antes, ha estado escribiendo lo suyo con un entusiasmo divino y juvenil. En nuestra última conversación me recitó unos versos. Se titulan Mañana y están escritos en diez sílabas becquerianas. Los recuerdo de memoria, me impresionaron. "La mañana vestida de blanco / me sorbió con su boca el aliento / y llevóme con ella hasta el sol".
El portón de chiqueros está abierto; de pie, espera un hombre vestido de luces.
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