Variaciones sobre Britten

El Festival Turina ofrece un pequeño homenaje a Benjamin Britten, compositor inglés nacido un día de Santa Cecilia de hace justo un siglo.

Benjamin Britten y Peter Pears, inseparables.
Pablo J. Vayón

08 de septiembre 2013 - 05:00

La semana entrante se desarrollará en distintas salas de Sevilla la cuarta edición del Festival Internacional de Música de Cámara Joaquín Turina, que este año incluye un pequeño homenaje a Benjamin Britten, quien en noviembre próximo cumpliría 100 años. El recuerdo al compositor inglés por su centenario consistirá en la interpretación el sábado 14 por parte de la Orquesta del Festival de las Variaciones sobre un tema de Frank Bridge Op.10, obra para orquesta de cuerdas estrenada en el verano de 1937 en Salzburgo.

Aquel fue un año crucial para el compositor, no solo porque las Variaciones supondrían su primer éxito internacional, sino también por dos acontecimientos personales que marcarían buena parte de su futuro, la muerte de su madre y el encuentro con Peter Pears. Britten había nacido en Lowestoft, en el condado inglés de Suffolk, y se crio en un ambiente de clase media. Su padre era dentista y su madre, una cantante aficionada de apreciable talento, que organizaba veladas musicales y estaba obsesionada con hacer de Benjamin el gran compositor de su tiempo. El niño mostró muy pronto unas extraordinarias dotes artísticas, lo que retroalimentó el deseo de la madre por explotar su excepcionalidad. El exceso de celo llegó seguramente hasta la sobreprotección, de manera tal que la muerte de su progenitora, aun tremendamente dolorosa para el compositor, supuso también una liberación, y desde luego marcó su verdadera entrada en la edad adulta.

Obviamente, el compositor había descubierto ya su homosexualidad, pero será justo ahora cuando en sus relaciones personales el sexo adquiera una importancia fundamental. Son momentos de experimentación y de libertad que coinciden con la aparición en su vida de Peter Pears, un tenor tres años mayor que acabaría convirtiéndose en su gran colaborador artístico y en su compañero sentimental de por vida. Se ha escrito mucho sobre la afición de Britten por los adolescentes, y aunque los estudios más recientes, como el publicado por John Bridcut en 2006 (Los niños de Britten), parecen desmentir la idea de que sus relaciones sobrepasaran nunca el límite de la decencia y el platonismo, hay testimonios que hacen pensar que a veces la transgresión no estuvo lejos. Lo que de cualquier modo parece indiscutible es que el compositor conservó permanentemente una nostalgia muy acusada por su niñez, cuando producía obras continuamente, por decenas, de las que luego no dejó ni rastro en su catálogo, aunque sin duda sus primeras composiciones conservadas, como su Sinfonietta Op.1 (1932) y su Sinfonía simple Op.4 (1934) se alimentaron de ellas.

Britten empezó a estudiar en 1927 con Frank Bridge, un compositor cuya música tiene un elegante aire debussysta y que alentó en el joven su interés por lo que producían los compositores más avanzados del continente. El expresionismo vienés de Schoenberg y Berg se convirtió en un primer referente de su estética, e incluso el músico llegó a tener en proyecto marchar a estudiar con el autor de Wozzeck, pero muy pronto empezó a gestar un estilo propio, hecho de un eclecticismo cosmopolita que no desdeña en absoluto los avances que se fraguaban en París, Berlín o Viena, pero que miraba también hacia las figuras más audaces del mundo británico, como Gustav Holst.

En los años 30 conoció e intimó con el poeta W. H. Auden, con el que colaboró en diversos ciclos de canciones y en obras para el cine, la BBC y la escena. En 1939 marchó a Estados Unidos en compañía de Auden y Pears con la intención de instalarse definitivamente en América, pero tres años después regresó a Inglaterra, rompiendo enseguida toda relación con el poeta. Aunque en el Reino Unido la homosexualidad no sería despenalizada hasta 1967, Britten jamás ocultó su condición, lo que unido a su pacifismo activo, que lo llevó a proclamarse objetor de conciencia, le causaría en aquellos años no pocos problemas. Sin embargo, el estreno de Peter Grimes un mes justo después de la rendición de Alemania a los aliados lo catapultaría a la fama. El éxito de la ópera fue tal que enseguida Britten fue reconocido en su país como el más grande compositor británico vivo, un estatus que no perdería ya hasta su muerte, ocurrida en 1976 en Aldeburgh, una pequeña ciudad distante 50 kilómetros de su localidad natal, en la que en 1948 había creado, en compañía de Pears, un pequeño Festival que ha celebrado en junio pasado su edición número 66.

Britten dejó obras en casi todos los géneros conocidos, aunque seguramente el sector que hoy más se valora de su repertorio es el de la música para la escena. Desde la opereta Paul Bunyan, escrita en Nueva York sobre libreto de Auden en 1941, hasta su Muerte en Venecia de 1973, el compositor inglés dejó una quincena de títulos teatrales, entre los que se mezclan obras de pequeño formato, como La violación de Lucrecia (1946), la ópera infantil El pequeño deshollinador (1949), la ópera de cámara Otra vuelta de tuerca (1954), las parábolas Curlew River (1964), El horno de las fieras (1966) o El hijo pródigo (1968) y Owen Wingrave (1970), pieza pensada para la televisión, con óperas grandes como la ya comentada y exitosísima Peter Grimes, Albert Herring (1947), Billy Budd (1951), Gloriana (1953), una obra sobre la Inglaterra isabelina con textos de Lytton Strachey que fue un rotundo fracaso, o El sueño de una noche de verano (1960), ópera pensada para que el contratenor Alfred Deller hiciera el papel protagonista.

Otras obras vocales, como el ciclo de canciones sobre Las Iluminaciones de Rimbaud (1939), los Siete sonetos de Miguel Ángel (1940), la Serenata para tenor, trompa y orquesta de cuerdas (1943), la Sinfonía de primavera (1949) o el War Requiem, escrito en 1962 para la reconsagración de la catedral de Coventry, arrasada como toda la ciudad en un raid de la Luftwaffe en 1940, han alcanzado también justa fama. Entre su música orquestal, junto a la Sinfonía simple y las Variaciones sobre un tema de Frank Bridge, comentadas al principio, merece también la cita su Guía de orquesta para jóvenes (1946) que son unas variaciones sobre un tema de Henry Purcell, su Concierto para violín (1938/1945) o su Sinfonía para violonchelo (1963), escrita para su buen amigo el violonchelista ruso Mstislav Rostropovich, quien también propició la composición de tres suites para su instrumento (1964, 67 y 72). A su lado, los tres cuartetos de cuerda (1941, 45, 75), Lachrimae (1950), para viola y piano, que versionaría en 1976 cambiando el teclado por un conjunto de cuerdas, y las Metamorfosis para oboe solo (1951) se cuentan entre sus más apreciables partituras camerísticas.

Hubo un tiempo, hace no mucho, en que Benjamin Britten fue desdeñado por la vanguardia experimental más combativa de Europa. Se dedicaba a escribir óperas, ese género deleznable, muerto, y su música sonaba consonante y hasta grata. Intolerable. Hoy, cuando la ópera está en permanente efervescencia y muchos de sus antiguos denostadores la cultivan sin complejos, cuando escribir una melodía ha dejado de ser un pecado mortal, la figura de Britten ha recuperado en todo el mundo su lustre de músico elegante y distinguido. En su patria siempre fue considerado el más grande compositor del siglo XX, el verdadero sucesor, ¡al fin!, de Henry Purcell, el Orfeo británico.

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