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Valle-Inclán: ídolo visionario

Espasa reúne en un volumen la narrativa del gallego, que encarnó como ningún otro autor español el círculo completo que va del malditismo 'fin de siècle' a la vanguardia expresionista de los años 20

Manuel Gregorio González

12 de enero 2011 - 05:00

Narrativa completa. Ramón María del Valle-Inclán. Espasa. Madrid, 2010. 1.996 páginas. 60 euros.

Se reúne aquí la obra narrativa de Valle-Inclán, desde aquel Femeninas del año 94 a los tres primeros tomos de El Ruedo Ibérico. No se incluyen, pues, las partes incompletas de aquel proyecto (Fin de un revolucionario y El trueno dorado) y tampoco los diferentes géneros: dramático, lírico y periodístico, en los que descolló resueltamente el gallego. Por otra parte, acompañan esta edición las páginas iniciales de Darío Villanueva; páginas donde a la limpia exposición del académico, viene a sumársele un excelente análisis, ayuno de casticismos, sobre uno de los mayores escritores españoles, si no el mayor, del siglo pasado.

La grandeza de Valle, pues, no ha radicado nunca en su españolidad, en aquello que se dio en llamar "el macizo de la raza" y el dolorido sentir noventayochista. Grandes fueron, sin duda, Azorín, Baroja, Unamuno, Antonio Machado, acogidos al sombrío discurrir de Ganivet y la maraña krausista. No obstante, y pasada la hora bradominesca, de indudable altura literaria, el genio de Valle-Inclán traerá, no sólo una nueva forma de humor, sino una nueva perspectiva, un tiempo nuevo, un singular protagonista a sus novelas. Este protagonista será la ciudad, serán las masas ("En un Madrid absurdo, brillante y hambriento" se apagan sus Luces de bohemia); y este humor novedoso, nacido de los espejos del Callejón del Gato, será el esperpento. Si Cervantes abre irónicamente el Barroco, si Quevedo acuchilla su siglo con el sarcasmo, Valle-Inclán desfigura el XX para darlo a la luz más verídica y más honda, en síntesis pictórica, de la caricatura. Esa misma luz es la que Goya había utilizado, el color como una forma de expresión, en sus pinturas negras. Sin embargo, Valle-Inclán añadirá a este desprestigio, a esta ulceración del retrato, una humillación postrera. El viejo héroe romántico de sus primeras prosas, aquellos cabecillas carlistas de mirada aquilina, son ahora turba indiferenciada en el Madrid borbónico de la Reina castiza. A lo cual se añade la introducción de un tiempo simultáneo, de muy breve trayecto, que lo separa para siempre de las grandes novelas del XIX, donde el tiempo se cuenta por años, quizá por siglos, pero no por horas.

Como recuerda Villanueva en su prólogo, la obra de Valle-Inclán corre pareja a los hallazgos estilísticos de Europa y Norteamérica. No se trata, en ningún caso, de un fenómeno de emulación, sino de la formulación conjunta de diversos problemas que afectarán radicalmente a la literatura. En la obra de Proust, de Joyce, de Mann, de John Dos Passos, encontramos las mismas innovaciones que fundamentan la novela y el teatro del gallego. Así, el tiempo, la coralidad, el influjo del cine, los grandes movimientos políticos, remiten, no al regeneracionismo del 98, sino a la onda mayor del siglo, cuyo caracter masivo, impersonal, caótico, se hará evidente con la guerra del 14. Quiero significar con esto que La media noche de Valle-Inclán no es sólo una novela -otra más- sobre la Gran Guerra; es, en primer término, una obra deslumbrante donde los hombres, reducidos a lejanos corpúsculos que se agitan y mueren en las trincheras, ceden su protagonismo a la coreografía nocturna del frente francés. De igual modo, en El Ruedo Ibérico, será la innúmera titilación de sus personajes, convertidos en afiches, quien a la vuelta nos dé la verídica faz de un país en ruinas.

Quizá, como en ningún otro autor español del siglo XX, en Valle-Inclán se reúne el círculo completo que va del malditismo fin de siècle a la vanguardia expresionista de los años 20. Del cinismo galante de sus Sonatas, deudor del Aretino y Casanova, del bronco legitimismo de su Trilogía carlista, a su Tirano Banderas, media apenas una década. Sin embargo, en su trayecto han caído el heroísmo individual, la épica decimonónica, el arpa modernista, para dar paso al argot y el estrépito de las calles. Sin duda, Valle viene de Chateaubriand, de Barbey, del caballero Seingalt, de la flor y la melancolía rubendarianas. Pero Valle, principalmente, viene del genuino sobreponerse, de la ancha superación de sus modelos. Cuando en la víspera de Reyes del 36, hace ahora 75 años, Valle-Inclán muera de cáncer, se habrá cumplido aquello que escribió en su Sonata de Otoño: "¡Ante esa duda lloré! ¡Lloré como un dios antiguo al extinguirse su culto!". Rey unigénito, Valle-Inclán es ese ídolo, pálido e indescifrable, que aún hoy nos asombra.

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