Últimos días del mundo

Llega a las librerías, por primera vez traducida al español, 'Wadzek contra la turbina de vapor', de Döblin.

Retrato de juventud de Alfred Döblin, obra de Ernst Ludwid Kirchner.
Retrato de juventud de Alfred Döblin, obra de Ernst Ludwid Kirchner.
Manuel Gregorio González

18 de abril 2012 - 05:00

Wadzek contra la turbina de vapor. Alfred Döblin. Trad. Belén Santana. Impedimenta. Madrid, 2012. 416 págs. 23,95 euros

Es fácil relacionar este Wadzek contra la turbina de vapor, obra temprana de Alfred Döblin y precedente inmediato de Berlin Alexanderplatz, con el Frankenstein de Mary Shelley y La Eva Futura de Villiers. En todos ellos, en el gótico anglosajón, en el simbolismo francés y en el expresionismo alemán, se da el mismo recelo de la técnica y sus vertiginosos logros. No obstante, en Döblin se añade una cualidad muy acusada a primeros del XX: la menesterosidad de lo real y su carácter problemático. Quiere esto decir que en Döblin, sobre el temor a lo científico, ya maduro en el siglo XVIII, se añade la moderna extrañeza ante el idioma y el insólito protagonismo de los sueños. Baste recordar la Metrópolis de Lang o El gabinete del Dr. Caligari de Robert Wiene para señalar esta doble -triple- evidencia. Una evidencia, por otra parte, sobre la que se construye buena parte de la literatura y el arte de vanguardia.

El azar ha querido que en los últimos meses se hayan publicado algunas obras que glosan o elucidan aquella hora de Europa: Años de vértigo, del historiador Philipp Blom, Un asesinato que todos cometemos, de Heimito von Doderer, Relámpagos, de Jean Echenoz, y El sonámbulo de Verdún de Eva Díaz Pérez. De todas ellas se ha dado noticia en estas páginas; en todas ellas se ejemplifica ese enconamiento, esta exasperación de lo real, dramatizada grotescamente en Wadzek contra la turbina de vapor. Si en el ensayo de Blom se recogían las profundas modificaciones que inauguran el XX; si en la novela de Echenoz asistimos a la conversión de la ciencia en una suerte de hechicería, protagonizada por el binomio Edison/Tesla; si El sonámbulo de Verdún abunda en la masificación y mecanización de la muerte; si la obra de Von Doderer (1938) abisma a sus personajes en el agua especular del sueño, en estas páginas de Döblin, publicadas en el año 18, será la equivocidad del lenguaje, la primacía de la industria, el hombre como caricatura y herramienta, la realidad como una bruma indescifrable, lo que se postule. Y es el humor -preciso, violento, enajenado- el agente que precipita y encadena los elementos de esta obra, donde, más que una crítica al capitalismo, se aborda la cosificación del hombre, deformado inevitablemente por la gran industria.

Hay que decir, en cualquier caso, que al transformar la realidad en una provincia inhóspita del sueño, Döblin no es un escritor anómalo. Por esos mismos años verán la luz la novelas de Kafka, Gustav Meyrink y Leo Perutz; también la obra de Roth, Hofmannsthal y Karel Capek. En La Krakatita de Capek, un científico cree haber hallado un arma devastadora que asombrará al mundo; en El Golem de Meyrink, un hombre sueña dentro de otro sueño; en La marcha Radeztky de Joseph Roth, el viejo imperio austro-húngaro se deshace como una vasta catedral de arena; en El Maestro del Mal de Perutz, lo real y lo alucinatorio son indiscernibles; en El proceso de Kafka, lo insólito adopta la corpulencia y el grosor, la jerarquía diurna de lo cotidiano; en la Carta de Lord Chandos de Hugo von Hofmannsthal, el idioma, antaño dócil y amistoso, se muestra incapaz de penetrar la raíz última y secreta de las cosas. Por otra parte, al comenzar el siglo, Freud señala el orbe irracional como artero director de nuestros actos. ¿Qué hay de extraño, pues, en la actitud azarosa y frenética del industrial Wadzek, toda vez que ha sido precipitado a la ruina por su competidor Rommel? A partir de este suceso inicial, tanto los diálogos como las acciones se mostrarán al lector bajo el rubro de lo absurdo, mendaz e inconsecuente. Así, ni las palabras ni los hechos parecen corresponderse, abriendo una significativa falla entre un acontecimiento y sus causas. Pero es que el mundo, el mundo previsible, ordenancista y burgués de herr Wadzek ha sido devorado por la ominosa lógica de los royalties. Y en consecuencia, Wadzek deambulará por Berlín como un ogro cegado por el estupor, la cólera y la nostalgia.

Gran parte de la valía de Wadzek contra la turbina de vapor radica ahí, en esta incongruencia, sostenida admirablemente por Döblin, entre la realidad y su interpretación errónea o esquizoide. Hacia el final de la novela, Wadzek propone una ética de la ingeniería aplicada; pero eso es, no sólo una argucia lírica del perdedor, sino la arcana teología que alienta en Frankenstein. Cuando atruenen los cañones de la Gran Guerra, la ciencia habrá mostrado su inapelable eficacia. No en vano, Wadzek contra la turbina de vapor fue escrita durante aquel periodo; y quizá por eso ni la confrontación europea ni su evidente carácter industrial se menciona en sus páginas. Cuánto de temor infundado y cuánto de aciago pronóstico se incluyen en esta obra (Döblin, naturalmente, era judío), la Wehrmacht lo aclararía poco tiempo después, en septiembre del año 39.

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