Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
El último concierto | crítica
Hay muchas y muy buenas razones para ver El último concierto, ya sea en festivales, televisión o cualquier medio que se te ponga a tiro, por el que Wonderers, su productora, pueda hacértelo llegar; pero si lo que pretendes es abandonarte al recuerdo del Fun Club, a la nostalgia de los momentos pasados en él, este no es tu documental. O vas a pagar un peaje caro por llegar al destino que querías. Todo lo que aparece durante la hora y cuarto que dura su metraje rodea al Fun Club, que es un centro de gravedad permanente como el que Battiato buscaba en su canción. Un centro que, sin ser el protagonista que pensábamos a priori que sería, imanta todas las miradas hacia los demás componentes de la historia que se cuenta.
Pero después de ver el documental en la pantalla del Teatro Alameda, donde se proyectó por primera vez en la noche del martes, no sé cómo contestar a la pregunta que plantea José Manuel Casañ, uno de los muchos entrevistados que aparecen: ¿Dónde empieza esta historia? Bien mirado, creo que no empieza en ningún lado, sino que sus guionistas y directores, Chema Ramos y Jorge Molina, van dejando salir desde ese centro, que es el Fun Club, distintas líneas que tienen su otro extremo en la circunferencia que lo rodea; y las circunferencias no tienen principio ni fin. Pero esa circunferencia no es perfecta; es un óvalo de extraño diseño que se compone de tramos narrativos, a veces muy alejados del centro; tramos muy dispares tanto en contexto como en interés, unas veces bien desarrollados y otras apenas esbozados. Y son los tramos más cercanos al Fun Club los de mayor atractivo.
Cercano es el momento en el que se relata cómo era la Alameda y cómo, en palabras de Dogo, el Fun Club fue un sitio de redención en una zona donde reinaba el pecado, el vicio, el peligro. Una zona contrapuesta a la ciudad en movimiento, que formaba parte de la Sevilla rota sobre la que habla Pepe Benavides, la Sevilla de los tirones y la heroína, que engulló a tantísima gente, también a músicos de los que pasaban por el Fun Club y hoy son capaces de dar un testimonio, Manolo Solo y Lolo Ortega lo hacen, valiente y decidido sobre su paso por un infierno del que consiguieron salir. Totalmente vigente sigue la verificación del agravio de las mujeres que se dedicaban a la música con respecto a los hombres. Ellas tenían que formar parte de los coros o, en todo caso, ser cantantes solistas, como Emilia Pinzón, a la que vemos y escuchamos en su Distant Thunder; era imposible encontrar mujeres instrumentistas y si aparecía alguna rara avis la rodeaban toda clase de problemas, como Antonio Luque atestigua que le ocurría a Begoña Rodríguez, teclista de Sr. Chinarro, su banda. También es muy valioso el reconocimiento que se hace en la película a la importancia del rap en Sevilla y cómo se convirtió en un referente nacional. No es casualidad la gran lucidez de gente de esa escena, El Chojín, Acción Sánchez, con sus ponderados comentarios.
A medida que los segmentos que salen del centro se hacen más largos va disminuyendo el interés del tramo al que llegan. Todavía es aprovechable buscar causas del resurgimiento del rock con raíces andaluzas y acento propio; incluso una discusión que analice, lejos de polémicas, las escenas musicales de la Sevilla de los 80 y la de la movida madrileña, pero está muy trillado intentar definir el rock, o el reguetón. Todos conocemos también lo fácil que es hacer ahora música desde tu casa y el estado actual de la industria, así como de que entre las 100 canciones más escuchadas de Spotify apenas habrá un par de ellas que interesen, o incluso conozcan, los músicos que alguna vez han tenido algo que ver con el Fun Club. Pero lo que es totalmente estéril es seguir divagando sobre si el rock ha muerto: ¡Qué le den por culo al rock! exclama S Curro; si el rock se muere ya resucitará, sentencia Paco Loco, que además dice, con gran tino, que ahora hay poca música transgresora, que los músicos se creen que quebrantan algo por meter en sus temas dos palabras altisonantes, y no es eso. Y volver al asunto de los vetos y autocensuras en los tiempos actuales es dar lugar a que alguien, como Charly Molina en este caso, manifieste algo tan tópico y falso como que ahora hay menos libertad que antes.
Pero todo eso lo piensa mi lado iconoclasta. Ahora voy a hablar desde mi perfil mitómano, el que ha vertido algunas lágrimas como aquellas que Machado comparaba a las deseadas frescas lluvias de este mes de abril, al ver en la gran pantalla el fragmento del concierto de Barrence Whitfield que yo mismo organicé en el Fun Club; al ver refrendada en imágenes aquella caída de Kike Turmix saltando sobre el público que hizo temblar las columnas de la Alameda, de la que fui testigo presencial: sois unos cabrones y me he metío una hostia como un piano; que siempre que la he contado han creído que era una historia urbana; al ver el sudor derramado en el mítico escenario por Los Enemigos y por Los Ronaldos; al ver a Los Intocables por el palo de Jimi Hendrix, al ver el local derruido por dentro, al final de sus días, quedando en la pared solamente dos carteles, uno de Los Delinqüentes y el otro… ay, el otro… de Cultura Probase, la banda de Huelva que vi nacer en su local de ensayo durante el periodo en que viví allí, alejado de las noches del Fun Club. Mi círculo vital se cerraba de ese modo.
Y el del Fun Club se cerraba con los lamentos sobre la pérdida de un lugar de tanto significado: no puedo nombrar a una banda española que no haya pasado por ahí, dice Andy Jarman; yo de Sevilla conozco la Giralda, la Plaza de España y el Fun Club, dice Casañ. Cuando el Fun Club llegó a la Alameda, en ella no había nada y por él pasaron artistas de todo tipo. Su final es el signo de un cambio generacional, de un cambio de época. ¿Qué era el Fun Club? No voy a responderlo yo; cada uno tiene su propia respuesta porque la sala fue el principio de muchas cosas diferentes que nacieron en cada uno de nosotros. De la misma forma en que es el centro de todo lo que se cuenta en esta película.
Había que terminar con música que de verdad nos devolviese la esencia del Fun Club, la del último concierto que se pudo escuchar entre sus paredes. Las guitarras del Pájaro y Alvaro Suite, el bajo de Andy, la batería de Goyo, la voz de Charly cantando Mi rock and roll es Fun Club, se fundían con el rótulo que anunciaba que la sala se volvería a abrir. Pero ya no es lo mismo.
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