Gloria del Rosario | Crítica
Honores a la maestra Merche Esmeralda
Viajes con Charley en busca de Estados Unidos. John Steinbeck. Trad. José Manuel Álvarez Flórez. Nórdica. Madrid, 2014. 296 páginas. 19,50 euros.
Cuando John Steinbeck (Salinas, California, 1902 - Nueva York, 1968) acababa de ganar el Nobel, en 1962, publicó un libro que seguramente no era el que los lectores, dadas las circunstancias, esperaban. Travels with Charley in search of America es una suerte de diario en el que el autor de Las uvas de la ira narra el viaje que había realizado dos años antes a bordo de una caravana, a la que bautiza Rocinante a modo de declaración de intenciones, en compañía de su perro Charley, un caniche grande y azul. Es posible que, en su momento, más de un seguidor del autor se llevara un chasco por la pobreza del libro en cuestión. Todo en el viaje resulta atípico: para empezar, a Steinbeck no le apetece en absoluto recorrer su país de cabo a rabo a bordo de semejante cacharro, del que escribe con un orgullo digno de abuelo cebolleta, y menos en compañía de un animal cuya complicidad resulta a veces ser un incordio. El escritor se pierde además con facilidad pasmosa, se hace un lío con los mapas y rara vez llega a donde se propone. Pero es en esa madurez en la que uno ya no tiene necesidad de esas cosas cuando Steinbeck cae en la cuenta de su condición de escritor americano, y le duele no conocer su país a fondo. Se trata, sí, de una cuestión de honestidad, pero también de marketing. Así que allí que sale un Steinbeck realmente metido a Quijote a "desfazer entuertos", repleto Rocinante de libros, alcohol, la imprescindible máquina de escribir y algunos, no muchos, pasajeros transitorios.
Los Viajes permiten degustar así a un Steinbeck que registra experiencias reales en primera persona. No es que el autor recupere el tono periodístico que le dio la primera fama: más bien, cada fragmento funciona como una epístola confesional con ánimo desmitificador, en las que el viajero busca al escritor en el paisaje. Las reflexiones se emiten con la espontaneidad de una conversación de bar, con tono amistoso, de buen vecino, y con pleno sentido del humor. Steinbeck se retrata a sí mismo como a un hombre familiar al que le cuesta desenvolverse solo, que se siente perdido fuera de casa, que cae una y otra vez en el desorden por más que se esfuerce en lo contrario y que, sin embargo, mantiene todo tipo de manías y ritos sin mucha disposición a la negociación. El hombre que viaja es un hombre más expuesto, fundamentalmente porque fuera de la comodidad y los pactos diarios toda criatura, más aún la humana, se revela vulnerable ante ojos ajenos. Y conviene reparar en que muy rara vez se ha pensado en Don Quijote como viajero, pero lo cierto es que la fragilidad con que Cervantes le corona depende más del exilio que asume que de la contundencia con que la realidad se confabula contra él. Por no hablar de Ulises: el rey de Ítaca es durante el viaje un siervo de los azares del destino, camuflados de caprichos divinos; pero, a su regreso, se revela como el padre de familia que impone el orden en su casa con una autoridad indiscutible. Luego Kavafis le confirió al viaje toda su impronta romántica, con la meta concebida casi como apósito desechable. Pero el Steinbeck que vaga por esas carreteras de Dios es un Ulises que arde en deseos de llegar a alguna parte, por más que acepte la intemperie con resignado estoicismo. Un Ulises americano, al cabo, que tiene en Charley su primordial Argos, capaz de pronunciar fonemas propiamente humanos a cuenta de una extraña disposición dental que Steinbeck interpreta con igualitaria fraternidad.
Pero, como decíamos, lo mejor del libro es cómo Steinbeck es Steinbeck a través del paisaje. La edición de Nórdica modifica por primera vez en castellano la traducción del título original, Travels with Charley in search of America, para proponer este Viajes con Charley en busca de Estados Unidos. Estrictamente, la maniobra es correcta: Steinbeck comienza su viaje hacia el Norte y, tras atravesar Maine, decide cruzar la frontera a Canadá, pero finalmente le obligan a desistir en la aduana por no llevar la cartilla de vacunación de Charley. Por otra parte, lo que el escritor toma en peso es su país, Estados Unidos, y es en tal territorio donde quiere reconocerse, por más que, no obstante, la consideración de América como algo estrechamente vinculado a lo que sucede dentro de las fronteras, aunque se extienda a partir de ellas, se respira continuamente al volante. Steinbeck no escatima en detalles para narrar la alegría que le produce su llegada a San Francisco, de donde se siente oriundo más que de ninguna otra parte (Nueva York le sigue pareciendo un monstruo inabarcable: el final del libro, delicioso, es especialmente revelador en este sentido), hasta el punto de que llega a escribir lo siguiente: "Yo conocí en tiempos muy bien la Ciudad, pasé mi periodo de buhardilla en ella, mientras otros se dedicaban a ser una generación perdida en París". Texas, en cambio, representa un reino en el que Steinbeck se muestra abiertamente incómodo y en el que muestra su faceta más política: el episodio de las mujeres que se reúnen cada mañana a las puertas de un colegio para insultar tanto a los niños negros que acuden a clase con el permiso de un juez como a los padres blancos que siguen llevado a las mismas aulas a sus hijos es clave, así como los diálogos que Steinbeck mantiene con dos autoestopistas. Al final, escribir sirve para darse. Un gustazo.
También te puede interesar
Gloria del Rosario | Crítica
Honores a la maestra Merche Esmeralda
TURANDOT | CRÍTICA
Misma historia, nuevas voces
Antonio Oyarzábal | Crítica
Diez universos femeninos