Triste vida alegre de Lasso de la Vega
Fernando Iwasaki, Aquilino Duque, Andrés Trapiello y Juan Manuel Bonet evocan en la primera jornada de 'Bohemia y literatura' la figura del poeta sevillano, defensor del ultraísmo y de la existencia como disparate
¿Qué suele contarse de la vida de Rafael Lasso de la Vega? Que murió pocos días después de sufrir un infarto en la puerta giratoria de cristales del antiguo Ateneo sevillano, donde quedó penosamente atrapado durante horas; que el propio Tristan Tzara le concedió el título ambiguo y espectacular de President Dadá; que se hizo fotografiar ante una verja del parque madrileño del Retiro para después titular la imagen como Rafael Lasso de la Vega, delante del jardín de su hotel; que fue el "cadáver predilecto" de Romero Murube, junto al cual, en largas, nebulosas sesiones de café y lectura de periódico, dormitaba, y al que le encargó, en su calidad de finado fraudulento (pero por poco tiempo), que hiciera sonar la Pastoral de Beethoven en su velatorio; que pasó hambre, sobrevivió en "una Europa en llamas", durmió durante amplias temporadas en casas de pobres, víctima de una bohemia negra, "atroz", como la llamó González Ruano, y que a pesar de todo jamás vendió una sortija de oro con el emblema de su familia.
Pero todo esto, bien pensado, se parece bastante a la "exhibición de un pelele", como escribe Felipe Benítez Reyes en el prólogo del libro sobre Juan Belmonte de Chaves Nogales, fascinante porque evita la grosera tendencia a resumir una vida con un ramillete de anécdotas atractivas y un poco morbosas. Lo interesante -lo trágico- es que Lasso de la Vega, que se divirtió siempre tanto jugando con su propia vida y con su obra, dejando pistas falsas o borrosas, inventando títulos nobiliarios, amistades, grandes fortunas y paternidades de corrientes poéticas, acabó su vida -como dice Aquilino Duque- preguntándose cuál de sus vidas había sido cierta.
Para hablar de esto, dentro del ciclo Bohemia y literatura, coordinado por el periodista y escritor Alfredo Valenzuela, se reunieron ayer en la Pérgola de la Feria del Libro el propio Duque, Fernando Iwasaki, Juan Manuel Bonet y Andrés Trapiello. Este último quiso precisamente desmitificar las vidas de tantos escritores bohemios -entre ellos el impenitente Lasso- empeñados en dignificar el fracaso, seducidos por un "romanticismo tardío" que "básicamente" los llevó a todos a pasar una "vida perra" y a ganarse por tanto una "gloria perra", que es al fin y al cabo un tipo de gloria, pero una gloria triste, de la que casi todos apenas llegaron a disfrutar, porque eran ya viejos y porque en lugar de saberse "insobornables" se sintieron más bien estafados.
A Bonet, que quedó atrapado por la personalidad de Lasso después de leer los poemas del sevillano (1890-1959) junto a la estatua de Bécquer del Parque de María Luisa, siempre le ha fascinado la capacidad que tuvo el poeta para confundir su vida con su obra y esas zonas de sombra en su biografía, como esa década en la que, después de haberse trabajado su reputación de ultraísta, sencillamente desapareció, para acabar apareciendo en Florencia, calvo, con las cejas pintadas y una flamante dentadura postiza pagada por su amante, firmando ya como Marqués de Villanova e impresionando a autores como Eugenio Montale.
A Duque le parece, en fin, que Lasso -que volvió a Sevilla porque sabía que ahí acababan sus días- "murió como vivió", en un "fanal de vidrio", o mejor, en una "galería de espejos" que lógicamente acabaron hechos pedazos.
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